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Viendo a Monet con los ciegos

¿Cómo te explicaré, querida, a qué sabe la miel? ¿Cómo podré decirte que el pan toscano es simple como una hostia, pero que el pan francés es casi tan gustoso como un chicharrón? Si uno al beber no distingue el agua del vino, ¿me entenderás si te digo que son como el día y la noche?

El día y la noche, el mediodía y el crepúsculo, la tarde y la mañana: esa fue precisamente la obsesión pictórica de Monet. Durante años quiso trasladar a sus lienzos las variaciones de la luz. Manet, para mi gusto, fue un pintor muchísimo mejor. Era casi un pintor español, pues recibió completa la herencia de Velázquez y de Goya, y trasladó a Francia aquella pincelada segura, esas personas de carne, esos juegos de espejos que simulan la realidad y nos obligan a mirarla como una perfecta ilusión.

Sólo en una cosa era superior Monet: en su estudio obsesivo de la luz. Sus ninfeas y nenúfares, a estas alturas, a mí me parecen relamidas y cursis como la música de Saint-Saëns. Pero sus paisajes marinos, sus catedrales a todas las horas del día, los árboles y acantilados que parecen otros según los bañe una u otra luz, son un descubrimiento superior de la pintura.

Al ser un pintor de la luz, fue más extraño aún visitar su exposición al lado de un grupo de ciegos. Algunos con su bastón, otros del brazo de una amiga, un par guiados por sus pacientes perros lazarillos, y todos apiñados alrededor de un guía que les iba contando los cuadros y les explicaba la luz. Yo cerraba los ojos y quería entender y no entendía. Ser ciegos no es ver esa oscuridad que cae como una cortina negra contra los párpados. Ser ciegos es como intentar ver con los codos a la persona que está a nuestra espalda. Y el bastón de un ciego es como la antena de un insecto que ondula en el espacio en busca de información.

Las tías de una amiga mía eran tres y tenían muy poco dinero. Cada domingo su padre les daba una mesada que alcanzaba para una sola boleta de cine. Así las tías se tenían que turnar. Una de las tres entraba al cine y al salir les contaba la película a las otras hermanas. Una de ellas dice: “Siempre me gustaron más las películas contadas”. Hay una canción de Bola de Nieve que tiene una idea parecida; habla de “cómo es mejor el verso aquel que no podemos recordar”.

Yo me pregunto si la exposición contada que no vieron, pero que oyeron los ciegos, no podrá ser de algún modo, en su imaginación, algo incluso mejor que los cuadros de Monet. Yo me pregunto si en el silencio los sordos no habrán imaginado lo que es la música celestial. Al salir de la exposición, la hija del poeta Juan Manuel Roca —que me muestra un detalle casi insignificante de un cuadro de Monet— le pregunta a uno de los escritores que nos acompañan: “¿Viste a los ciegos que estaban visitando la exposición?”. “No, no los vi”, contesta. Y entonces me doy cuenta de que el ciego era él. Hay muchas cegueras, y la peor, tal vez, es la ceguera de la sensibilidad.

Al salir a la calle, el cielo de París, por primera vez en diez días, estaba azul. Una nube negra, casi morada, se extendía como una boina sobre la torre Eiffel. El sol cálido de la tarde bañaba de oro las estatuas, el río, los palacios. Philippe Lançon nos acompaña y muestra con la mano la belleza de la Place de la Concorde; vive aquí y todavía lo emociona su ciudad. No quiero consolar a los ciegos. Es una lástima, de todos modos, que ellos no hayan podido aprender de Monet a ver las variaciones de la luz, atravesando el Sena, en la ciudad más hermosa que hayan construido jamás las manos de los hombres.