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Sobre nuestro futuro

No sé por qué me fastidia tanto el futuro. No logro interesarme en nada que tenga que ver con ciencia ficción y detesto esas frases que lo asustan a uno con su propio destino, como una de cowboy futurista: “Tome las riendas del futuro o el futuro tomará las suyas”. “El futuro fue ayer”, va mejor con mi biorritmo.

Hasta la astrología ha dejado de divertirme. Y eso que estoy feliz de ser piscis. Me identifico con el signo, no tanto por la amabilidad, la imaginación y el idealismo que me adjudica gracias al azar de mi nacimiento (¿cómo puedo tener fe en una constelación que propone iguales virtudes a Bufalo Bill y a Jerry Lewis?), sino por el simple dibujo de dos pescaditos que no cesan de intentar un 69.

Ya la sílaba “Fu” es un pésimo arranque. El diccionario la asocia con el bufido del gato y la define como una “interjección despectiva”. Otra acepción tiene que ver “con salir huyendo”. Es la mejor encaminada por lo que tiene el futuro de fuego fatuo: “huyes y te persigue, lo sigues y echa a correr”.

Lo peor que pueden decir de uno es “ese es un tipo ni fu ni fa”. Yo prefiero el fa (es más nota). Es que es difícil conseguir una palabra que empiece por “fu” y sea grata. Véase “fusilar”, “¡fuera!”, “fugitivo”, “fulano”, “fumar”, “fumigar”, “fundir”, “fúnebre”, “funesto”, “furia”, “furúnculo”. Nombres de persona sólo conozco Fulgencio, con dos versiones nada aconsejables: Fulgencio Batista y Don Fulgencio, “el hombre que no tuvo infancia”. Otro personaje es el siniestro Fu Manchú. Para los que llegaron tarde, el personaje de Sax Rohmer odia la civilización occidental y la raza blanca. Para aniquilarla tiene varias sectas de ninjas bajo su mando, una dotación de serpientes, arañas y escorpiones, aparatos con ondas electromagnéticas y fábricas de potentes explosivos. Una verdadera lacra, y tan racista como su creador.

Ayer le estaba contando a un amigo mis reflexiones sobre la lista lamentable del “Fu”, y me extendí sin control hasta que empezó a poner mala cara. ¡Qué imprudencia! Mi amigo se llama Jesús Fuentes, y ciertamente la palabra “fuente” es una hermosa excepción a la regla.

Para legitimar el comienzo de su apellido, Jesús me contó que el tenor canario Alfredo Kraus gritaba la palabra “¡futuro!” varias veces antes de salir a escena. Gracias a ese leco golpeado y altisonante encontraba la resonancia en los pómulos que requiere proyectar la voz en una opera. A mi me pareció más bien una inmoderada manera de desearse suerte.

Ya desde niño detestaba a Buck Rogers y a Los Supersónicos. Forzado a elegir, prefería a Los Picapiedra. La única película de temas futuristas que me divirtió fue una versión porno de Flash Gordon que se titulaba Flesh Gordon. Supongo que la traducirían en la cartelera del cine Junín como “El gordo carnal”. Añádase que el famoso año 2.000 —prefigurado en mi infancia con ciudades galácticas—, ya tiene una década encima y los carros que debían volar con rastros de neón están cada vez más embotellados.

Puede que esta aversión al futuro tenga que ver con tantas predicciones políticas alimentadas por la inercia insoportable de un chavismo que sólo deja de ser fastidioso cuando es cruel, o prodigiosamente incompetente. Un estado de cosas que proyectado hacia el futuro es como un cáncer de próstata del cual sólo te salva la impotencia.

En realidad mi aversión viene de mucho más atrás. Nací en 1950, cuando Caracas pretendió ser futurista, y casi lo logra con una edificios atomizados, una autopista que dividió el valle y un teleférico que alguna vez llegó al mar. Por eso insisto en que mi ciudad tiene el futuro en el pasado y su verdadero pasado en ninguna parte.

Estamos en el siglo XXI y ya sabemos cuánto fracasó aquella esquizofrenia urbanística. Hemos quedado sumamente extraviados y ya sentimos una ambigua nostalgia por la ciudad perdida. Juan Nuño definió esta condición de una manera aplastante: “No me voy de Caracas por dos razones: Aquí están mis amigos y no soportaría añorar una mierda como esta”.

El futuro es, además, tan acechante. Uno se levanta, abre los ojos, ni siquiera ha salido de la cama, y ya esta metido de lleno en “la mañana”. De manera que el día comienza imponiéndonos la palabra “mañana” antes del desayuno. Y cuando apenas está empezando a terminar la jornada, resulta que ha llegado la tarde. Es difícil enfrentar un día que empieza mañana y ya es tarde mucho antes de terminar. Cómo será de enredado nuestro futuro que si uno mira un poco más allá del siguiente día, es “pasado mañana”. “¡Pasado!” y “¡Mañana!” a un mismo tiempo, ¡Qué enredo!

Los ingleses son más prácticos y cuentan con su “morning” y su “yesterday”, su “late” y su “afternoon”, para no enredarse. Nosotros andamos tan extraviados que a veces saludamos con un atemporal y campechano “¡Buenas!”, para no tener que decidir entre  mañana, tarde y noche.

El inglés es un idioma obsesionado con el pragmatismo y la claridad, pero te da algunos remansos de imprecisión. En los cursos serios te enseñan que el “futuro simple” es un tiempo verbal que sirve para “describir acciones que se van a desarrollar sin necesidad de aclarar cuándo”. A mi me encanta esa conjugación que permite anunciar sin mayor responsabilidad:

—Yo arreglaré el filtro de agua.

En español esta conjugación se llama “futuro imperfecto” y suele venir con la coletilla:

—¿Cómo para cuándo es eso?

Los ingleses tienen incluso el “futuro continuo”, que algunos optimistas llaman “futuro progresivo”, otra maravilla para evitar confrontaciones:

—Yo pronto estaré arreglando el filtro de agua.

Que también es imperfecto y tiene una coletilla más fuerte:

—¡Qué coño llamas tu pronto!

En español se combaten estos equívocos con el “futuro perfecto”, una pretenciosa conjugación que “denota una acción futura ocurrida con anterioridad a otra también futura”:

—Cuando yo llegue esta tarde a la casa, el filtro tendrá que estar arreglado.

Este tipo de ultimátum lo califican como un “tiempo verbal relativo de aspecto perfectivo”. Y nada más repulsivo que un futuro perfectivo.

Hasta las frases célebres sobre el futuro son extenuantes, como la cursilería de: “El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”, de Eleanor Roosevelt, de quien deberían desaparecer, al menos, las fotos donde sale sonriendo. Hasta Nietzsche cae en lugares comunes: “Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado”. No digamos Séneca: “El espíritu angustiado por el futuro es calamitoso”.

Woody Allen ofrece al menos el mérito de la gracia: “Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”. Pero más sabiduría tiene Warhol con la mejor de sus frases: “En el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos”. Yo no sabía que había creado una segunda versión: “En los años ochenta va a haber un nuevo futuro cada quince minutos”.

Los venezolanos vamos por el 2010 y algunos tienen el remoto consuelo de un nuevo futuro cada quince años. Tengo un amigo que usa de refugio espiritual el pronóstico: “No hay mal que dure cien años”. Yo soy un ejemplo del segundo enunciado: “ni cuerpo que lo resista”, pues para ese entonces tendría más de 150 años.

Oscar Wilde escribió que le interesaban los hombres con futuro y las mujeres con pasado. Yo prefiero a las mujeres, incluso si no tengo mucho futuro con ellas. Y puede ser por las mismas razones que propone Wilde: ellas me conectan mejor que los hombres con mi pasado, con mi Edipo, con la posibilidad de volver a esa mítica rochela de besitos y cosquillas en la barriga.

Mi abuela decía: “del futuro sólo sé que esta tarde voy a regar los helechos y jugar canasta”. Creo que terminaré refugiándome en esa medida de tiempo, tan contigua, tan responsable. Una trilogía de Julian Barnes me confirma esta posición: “El escritor tiene poco control sobre el temperamento personal, ninguno sobre el momento histórico, y sólo en parte gobierna su propia estética”. Con esto en mente, quizás lograré ubicarme mejor en el tiempo y asumir que la literatura es mi herramienta de evasión. Gracias a ella puedo huir de un pasado que no quiero recordar, de un presente que no me atrevo a enfrentar, y de ese futuro que me acosa y del que, tanto temo, me traiga sólo reiteraciones.