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Miguel Gomes: “Cuando uno empieza a madurar deja de ser inmortal”

No ha sido un mal año para Miguel Gomes, uno de los nombres siempre presentes en la narrativa venezolana de las últimas décadas. Después de publicar tres compendios de relatos breves en el país, de formar parte del Jurado del I Premio Internacional Arturo Úslar Pietri, ahora se erige ganador del Concurso de Cuentos del Diario El Nacional en su 65va edición. La voz de Miguel, cercana y a la vez distante, aborda nuestro imaginario cotidiano y personalísimo, superando las distancias que alejan al autor de la realidad misma que describe, ya que reside en los Estados Unidos de Norteamérica desde finales de los ochenta. De escritura ágil dada al humor y al erotismo, Gomes cuenta con siete compendios de relatos publicados, así como diversos tomos de ensayo y de crítica literaria.

Miguel, ganas el premio de El Nacional tras un período de muchísima presencia en el medio literario venezolano, con la publicación de tus más recientes libros de cuentos: Viviana y otras historias del cuerpo (con Random House Mondadori), Viudos, sirenas y libertinos (con Equinoccio) y El hijo y la zorra (de nuevo con Mondadori). ¿Cómo se conecta tu cuento premiado, “Lorena llora a las tres”, con el imaginario abordado en estos tres libros previos?

Curiosamente, ese relato está muy desvinculado de lo que había venido haciendo en los volúmenes que mencionas. Aunque no todos, sí muchos de los cuentos y novelas breves que están reunidos en ellos tienen un aire de familia, con personajes o situaciones que reaparecen en más de un texto. “Lorena llora a las tres” se distancia de ese ciclo narrativo tanto argumental como tonalmente. No recuerdo haber escrito nada tan expresionista, ni haber abordado directamente el tema del dolor. El primer borrador me salió de un tirón un día de mayo de 2009. Apenas lo corregí un poco durante esa semana, y lo puse a reposar. Solamente en abril de 2010 lo volví a releer y a retocar. Para mí es un texto emocionalmente muy difícil, que casi no reconozco como “mío”. Varios amigos han coincidido en que por el estilo no lo parece. El jurado del concurso también me ha referido su sorpresa cuando se abrió la plica. Supongo que los cuentos, como la poesía, pero a diferencia de la novela o el ensayo, deben minimizar la intervención de la conciencia del autor y, por lo tanto, de sus preferencias, ideas o experiencias propias. Tal vez por eso hay cuentos que uno siente como venidos de muy lejos, de un inconsciente que no es necesariamente personal.

¿Significa eso que el cuento es, en comparación, un género narrativo más independiente de las vivencias y la subjetividad del autor? ¿A qué otros factores obedece su construcción, si así fuese?

Exactamente: hay mayor independencia. La brevedad se explica por la intensidad y la intensidad por la falta de dominio de la conciencia sobre los materiales narrativos. La “unidad de efecto” a la que Poe se refería se logra ni más ni menos así. Un buen cuento puede desarrollar una o más de una anécdota, tener uno o muchos personajes, el protagonista puede estar más o menos elaborado psicológicamente, pero lo que sí me resulta imprescindible es el impulso ciego hacia un solo propósito, generalmente el clímax del final. Esa tensión epigramática lo distingue en términos absolutos de la novela, construida con acumulaciones y digresiones que actúan como catálisis, aunque no lo distingue tanto del poema. La experiencia de intensidad de la lírica y la del cuento son similares, y los hermana, pese a que sus formas difieran.

Sin embargo, tus cuentos –y se nota en este último– parecen estar ambientados en condiciones bastante ordinarias de la vida: la decepción de la sexualidad, las frustraciones diarias, las malas decisiones tomadas… Pareces indagar a través del humor en la cotidianidad de personajes que a menudo han sido catalogados como “derrotados” o “vencidos”. ¿Cuál es la fórmula para hallar la intensidad del cuento en lo aparentemente cotidiano? ¿Acaso el humor, la capacidad de reírse de la propia dolencia?

Todas las personas psicológicamente adultas han sido vencidas por alguien o por algo. Cuando uno empieza a madurar deja de ser inmortal, deja de ser invencible; la muerte y la caducidad se incorporan en nuestros horizontes mentales. Una literatura es realista cuando admite como vivencia esencial de sus personajes ese aterrizaje. Pero nuestra pequeñez también puede estar llena de grandezas sigilosas, casi siempre discretas; revelaciones de la percepción, la intuición o la emoción. Persistimos pese a nuestras limitaciones y lo hacemos de vez en cuando con el humor, hermano mayor del arte y, como él, máscara de la libido. Tengo la impresión de que el cuento es el género perfecto para esas paradojas de nuestra experiencia, porque su ambición es sugerir en muy pocas páginas, mediante sinécdoques u otras omisiones, el presentimiento de la totalidad.

Mencionas una literatura “realista”, imagino que oponiéndola a los relatos de índole fantástica o especulativa, como la ciencia ficción o los relatos de magia y aventuras, que se caracterizan por plantear su propia enciclopedia de mundo y sus propias reglas para operar en él. No sé si quiera eso decir que apuestas, como creador, por dar cuenta de la realidad a través de la palabra, en lugar de proponer alternativas imaginarias al mundo real. ¿Has alguna vez incursionado en géneros que pudiésemos considerar “no-realistas”?

Tu definición permite considerar como realistas ciertos relatos donde ocurren eventos sobrenaturales; siguiéndola, creo que, a excepción de Visión memorable, mi primer libro de narrativa (y en su caso, incluso, tengo dudas), suelo inclinarme al realismo. En el cuento “Um fantasma portugués, com certeza”, que da título a un volumen posterior, se refieren hechos sobrenaturales, pero me parece que el sentimiento que lo mueve es fiel a los principios de lo real. En estos momentos diría lo siguiente: si un texto es psicológicamente verosímil, es realista. Tengo la impresión de que, sean naturales o no, factibles o no las anécdotas, desde hace muchas décadas he tratado de lograr verosimilitud psicológica en cualquiera de los géneros narrativos que he practicado (el microrrelato, el cuento y la nouvelle). Tal vez eso se deba al tipo de autores que me han interesado más desde poco antes de venirme a vivir a los Estados Unidos.

¿Como cuáles? ¿Te consideras cercano al “realismo sucio” norteamericano?

El llamado “realismo sucio” rara vez me ha interesado. Carver y Bukowski son escritores de indudables méritos, pero tiendo a preferir narradores con un repertorio de asuntos y técnicas más rico: Joyce Carol Oates y Rusell Banks, entre los estadounidenses; Margaret Atwood y Robertson Davies, entre los canadienses. En mis relatos he rendido homenaje a algunos escritores norteamericanos para mí imprescindibles. En “Berlín 2001” de El hijo y la zorra, por ejemplo, sentí la necesidad de convertir a Tobias Wolff (equívocamente asociado al realismo sucio por algún crítico) en personaje de una de mis historias y la anécdota de uno de sus cuentos se ha convertido en parte de la vida de uno de mis personajes. Es decir, acabé fantaseando sobre cómo sería el resto de la vida de un personaje que en algún momento inspiró ficticiamente un cuento de Wolff. En ese mismo cuento se me metió, por decirlo de alguna manera, otro narrador norteamericano espléndido, André Dubus, y acabé transformándolo en personaje, aunque lo puse a vender autos y no a escribir. Así que sospecho que esas lecturas son ya parte de mis vivencias y de mi imaginación.

Óscar Marcano ha afirmado en más de una ocasión que la narrativa europea ha perdido la batalla ante los autores norteamericanos, por lo que nos conviene, a quienes deseamos escribir, centrar nuestra atención en lo que produce ese país. ¿Eres de la misma opinión? ¿Consideras que las generaciones de narradores venezolanos en gestación harían bien en fijarse más en los narradores norteamericanos que en los europeos?

No soy un romántico, no voy a descartar la utilidad de los modelos. Concuerdo absolutamente con Óscar en que uno no aprende a hacer literatura viviendo en general, sino específicamente leyendo. En su caso, el estímulo norteamericano ha rendido frutos maravillosos, y que lo digan los cuentos de Sólo quiero que amanezca, en los que hay varias obras maestras. Eso sí, tengo la impresión de que lo que funciona para un escritor no siempre funciona para otros. Cada individuo tiene que aprender a conocerse a sí mismo primero. Personalmente, no consigo prescindir de ciertos norteamericanos ni de ciertos europeos, y mucho menos de ciertos latinoamericanos. Para concentrarme en los europeos, David Lodge, António Lobo Antunes, Ian McEwan, Antonio Tabucchi y Olga Gonçalves me parecen narradores extraordinarios. También hay que considerar las ambigüedades nacionales: la que probablemente sea la mayor novela estadounidense del siglo XX, Lolita, fue escrita por alguien que a la vez era ruso. Y para diversos escritores pueden existir asimismo variantes en lo que respecta al género que los estimula a crear. Por ejemplo, aunque no me abstengo de leer narrativa, lo que más leo es poesía. Hay años en que no me animo a leer a un solo narrador, pero devoro sin parar poetas de las lenguas en que puedo leerlos directamente. Creo que la poesía resulta muy saludable para un narrador, porque nos recuerda que un escrito que se agota en la anécdota no es necesariamente literario. Lo literario comienza y acaba en la vitalidad del lenguaje, en los retos que éste le plantea a la imaginación y la experiencia más allá del imperativo de información; en el caso de la narrativa, lo literario pasa sin duda por la construcción cuidadosa de la anécdota, pero sería un error pensar que allí está el secreto de todo. La anécdota no es el núcleo del cuento o la novela, porque entonces no podríamos distinguir esos géneros del periodismo, el cine narrativo o, incluso, el chisme o el chiste.

Volviendo al tema de lo real, recuerdo haber leído de Juan Liscano que nuestra literatura nunca pudo desprenderse de una suerte de hiperreferencialidad, de afán por dar cuenta de las realidades políticas y sociales del país, y que en ello consistía su más grande limitación. Imagino que debes tener una postura contraria a esta consideración.

Esa es una consecuencia de nuestra historia literaria poscolonial: el campo literario venezolano moderno se estructuró en un momento en que la “construcción” de la nación guiaba la distribución de poder simbólico en nuestra sociedad. Ese sello no desaparece de un día para otro. Pero no lo veo como limitación, sino como rasgo más o menos neutro. Si un narrador no “cae” en esa tendencia general, ese elemento sirve para valorarlo. Y si “cae”, pero lo hace de una manera inédita, que logra emocionar a sus lectores, ello igualmente puede hablar a su favor. Lo importante es que esa condición “genética” no nos confine.

Por último, me gustaría saber qué nuevos proyectos te ocupan en la actualidad, y sobre todo si te interesa abordar otros géneros, como la novela o la poesía. ¿No te ha convocado esa especie de obligación que existe entre los narradores venezolanos de abordar la construcción de una novela?

Planifico cuidadosamente lo que escribo como investigador literario, en mi papel de profesor, pero nunca planifico lo que haré como narrador. Son dos modalidades contrarias de escritura. Cuando hago crítica literaria, en particular monografías, cada paso está calculado; es como preparar una clase. En mis ratos libres, en mis “domingos de profesor”, como los llamaba Anderson Imbert, simplemente dejo divagar la imaginación o me detengo en conversaciones con la familia, los amigos o en sugerencias que surgen de lecturas o de la música que escucho: si las imágenes espontáneas empiezan a encadenarse, si “oigo” la voz de un personaje que comienza a hablar de sí o de otros, me doy cuenta de que está apareciendo una narración. En ese momento nunca sé si se trata de un cuento, una nouvelle o una novela. Escribo todo lo que puedo de un tirón, sin reflexionar ni tratar de entender el significado de la historia. Al concluir el primer borrador sí capto qué tipo de material tengo entre manos. Prefiero trabajar así, sin comprender desde el principio el significado de lo que escribo ni el por qué de la forma narrativa que inconscientemente ha ido cobrando ese material. Creo que le hace un gran daño al escritor de ficción o al poeta planificar: se vuelve pedagogo, propagandista, da sermones, acaba haciendo con sus historias lo que sería más efectivo hacer con un tratado o un artículo de opinión. Y pierde la hondura psicológica, que es siempre ambigua y no se rige por las convenciones de lo que denominamos razón. En la literatura latinoamericana abunda ese problema, pero no es privativo de ella: que lo diga el patético bajón de calidad de Saramago luego de haber escrito dos obras maestras como Memorial do Convento y O Ano da Morte de Ricardo Reis. No sé si algún día me saldrá una novela pero, si me sale por puras necesidades inconscientes, trataré de seguir el impulso. Por lo pronto, no estoy dispuesto a ceder a presiones sociales, generalmente provenientes de políticas editoriales y a cierto priapismo psicológico que domina en nuestra sociedad capitalista, donde lo que más acumula se asocia a lo “importante”, “preferible” o “poderoso”. Me parece fatal que en arte terminemos compartiendo esos hábitos que hacen creer a algunos que cuanto más dinero (o páginas), mejor o más respetable será la persona (o el libro).

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Fotografía: Sandra Bracho