Artes

Enfrente de Harrods

Arturo Almandoz Marte y el número I de su tríptico londinense

Por Arturo Almandoz Marte | 19 de agosto, 2010

A Anthony Wheeler, Esq.,
dondequiera que esté.

1. El gentleman ochentón había vivido enfrente de Harrods desde 1953, por los días en que la hasta entonces princesa Elizabeth fue coronada reina de Inglaterra, después de la muerte de Jorge VI el año anterior. De haberse esforzado con sus amistades más aristocráticas, se habría granjeado el joven Anthony una invitación para la ceremonia en la abadía de Westminster; pero la falta de perseverancia que ya lo dominaba hizo que terminara viendo en un mostrenco televisor las inusitadas imágenes de la BBC, comentadas por Richard Dimbleby. Como casi toda la concurrencia y la audiencia, fue conmovido por la oda de Parry y la marcha de Walton, así como por el imponente Zadok the Priest de Händel; pero recordaba el joven Wheeler haberse sentido más emocionado con la marcha de Pompa y Circunstancia y la oda de la Coronación de Elgar, las cuales escuchara de niño en el Royal Opera House de Covent Garden. Porque la música de Edward Elgar ha tenido para los británicos del siglo XX, como las novelas de Forster, el encanto eduardiano de lo que todavía era un imperio, con arreboles crepusculares, antes de la Primera Guerra Mundial.

Por aquellos años iniciales frente a la tienda por departamentos que, además de ufanarse de ser la más grande del mundo, ya proveía varios de los rubros consumidos por los Windsor en el palacio de Buckingham, se conservaba Tony en el círculo de los distinguidos dandies con los que había estudiado en Eton; aquí aprendió, como la más preciada lección, que su nombre completo, Anthony Wheeler, debía estar seguido del Esquire que incorporó a su papelería y exigía en la correspondencia social. No obstante su modesto origen familiar y su disimulada precariedad económica – carente de las tierras que corresponderían a un esquire tradicional – había aprendido también, como la Becky Sharp de Thackeray, que una adornada educación era un pasaporte para trepar los escalones sociales, desde el alto funcionariado hasta la anacrónica aristocracia de la desmantelada feria de vanidades en que devenía el imperio británico en la segunda posguerra.

2. Imitando los esnobismos de sus compañeros de Eton, gustaba mucho Míster Wheeler de vivir en la aburguesada zona de Knightsbridge, rodeada de los barrios de Chelsea y Charing, con sus casas georgianas de dos plantas y ático, donde se escucha todavía el tintineo de las vajillas y los servicios de té, como si una pieza de Oscar Wilde se escenificara a diario. Con el oratorio de Brompton, el palacio de Kensington y el Royal Albert Hall a pocas manzanas, las resonancias nobles estaban muy próximas para el joven Tony y su familia, coronadas por el nombre del edificio donde vivían – Prince’s Court – aunque se tratara más bien de un austero bloque de ladrillo rojo, representativo de la arquitectura multifamiliar de entreguerras. Además de la vecindad con el almacén mirífico, el abolengo comercial del distrito era reforzado por las tradicionales tiendas que, de Harvey Nichols a Sloane Rangers, adornan las calles de Knightsbridge y Brompton. Más tarde se internacionalizó la variedad de lujosas boutiques a lo largo de Sloane Street, incluyendo desde Louis Vuitton y Pierre Cardin hasta Kenzo y el Emporio Armani; se remataba, en dirección hacia el Támesis, con el Sloane Square presidido por Peter Jones, la más classy de las tiendas inglesas por departamentos, al decir de Míster Wheeler. Y aunque éste no gustara nunca de los Beatles y de la bohemia londinense de los sesenta, más allá arrancaba King’s Road con su despliegue de tiendas psicodélicas, donde mutaron más tarde los primeros punks, encabezados por David Bowie y los Sex Pistols.

Con la inestabilidad económica y el primer divorcio de Míster Wheeler, su vida social fue perdiendo reflejos aristocráticos: la cotidianidad en el apartamento de Knightsbridge se iluminaba algunos evenings con amistades mundanas y ocurrentes, como sacadas de una burbujeante comedia de Noel Coward; pero los más de los días, ya con las esposas y los hijos marchados, asomaba el inquietante silencio de los dramas de Harold Pinter, que alcanzaban éxito en los teatros del Strand y Leicester Square por los setenta. A la sazón, el otrora selecto edificio de Prince’s Court pasaba a tener cada vez más inquilinos paquistaníes e indios, egipcios y turcos, de cierta riqueza todos, pero de costumbres muy diferentes a las que Tony prefería para su sociedad de vestigios eduardianos. Con la ampliación del metro y de los autobuses rojos que cruzaban Knightsbridge, Harrods se había transformado en un highlight para toda clase de turistas internacionales, liderados por los japoneses y coreanos armados de cámaras y bolsas; también subieron las mareas de visitantes working class de todo el Reino Unido, los cuales prefería el caballero que no pasaran de Oxfort Street, en su colonizadora ruta hacia el West End.

3. No gustaba Míster Wheeler de comprar muchas cosas en Harrods, precisamente por haber devenido almacén abarrotado a diario de turistas, en función de los cuales se fijaban los onerosos precios. Si se trataba de pagar caro, prefería aventurarse hasta la dieciochesca Fortnum & Mason, en el más selecto Picadilly, de donde traía el té, las mermeladas y los quesos, sobre todo el Stilton azul que tomaba con los aperitivos; sin embargo, la tentadora cercanía hacía que con frecuencia cruzara Brompton Road para adquirir, en los renombrados Food Halls de Harrods, algunas exquisiteces para el almuerzo. Además de la frecuente vodka rusa para el Bloody Mary, a veces traía las pencas de arenque o caballa, las lonjas de salmón noruego, así como las bandejas de paté de hígado, las cuales acompañaba después con la cerveza negra de Guinnes, como en diario homenaje a los parientes suyos que quedaran en Irlanda, cuando ésta se separara del Reino Unido en 1949.

Para las cenas tardías, precedidas por varios tragos de whiskey – que era inapropiado tomar al mediodía, según él – reservaba el señor Wheeler los envases de comida guisada – de la tarta de carne y riñón al cordero con jalea de menta – que al final de la mañana solían traer los empleados de “Meals on Wheels”. Como presumiendo con ese nombre de lo expreso, pero sin dejar de hacer pensar en las sillas de rueda en las que muchos de sus clientes lo recibían, era este un modesto servicio de catering para las personas de tercera edad, subsidiado a domicilio por el gobierno británico. Era la llamada a la puerta de lo que ha sido uno de los primeros Estados de bienestar del mundo desarrollado, del mismo que había creado el famoso NHS, siglas inglesas del Sistema Nacional de Salud, fundado por el gabinete laborista de Attlee en 1948; el mismo Estado que, a pesar de sus resabios conservadores e imperialistas, promulgara leyes de pensiones y vejez, de seguros de enfermedad y desempleo, así como de salario mínimo, desde antes incluso de la Primera Guerra Mundial.

A pesar de todas esas mejoras y ayudas para la población discapacitada y senil, la vejez de Míster Wheeler fue destapando sus grietas económicas, al menos por contraste con sus aristocráticas amistades de otrora. Quizás también para paliar la soledad familiar que se le hacía demasiado pesada, a comienzos de la era Thatcher, cuando algunas ayudas fueron disminuidas, al tiempo que las pensiones y los intereses eran mermados por la inflación y la devaluación de la libra esterlina, se dio cuenta de que era necesario completar sus ingresos alquilando una habitación para caballeros solos, que vinieran a estudiar o trabajar en Londres; la localización en el accesible Knightsbridge, enfrente de Harrods, probó ser desde entonces muy exitosa con los inquilinos.

4. Como primer tenant latinoamericano que llegara al apartamento 71 de Prince’s Court, conocí a Míster Wheeler en el otoño de 1993, cuando arribara a Londres para estudiar mi doctorado. Además de que nunca me ha importado vivir con personas mayores – venía yo de mi caraqueña vida con mamá – la decoración anticuada, reducto de una pretérita Inglaterra aristocrática, de inmediato me sedujo tanto o más que la céntrica ubicación, en un distrito que, como ya podía darme cuenta, es de gran congestión turística y comercial. Con gran sentido práctico, pronto me fue indicando el casero mucho de lo que necesitaba saber para economizar como becario en los alrededores de Knightsbridge, desde las compras semanales en los supermercados de King’s Road hasta los barberos italianos cercanos a la estación Victoria. Además de la frecuente pero respetuosa corrección que hacía de mi inglés trastabillante, también se interesaba en prevenirme de lo que él consideraba vulgar o de mal gusto, por más de moda que estuviera, desde decir tea en lugar de dinner, hasta servir la leche antes del té en la taza, lo cual veía propio de la gente de baja extracción. Eran curiosidades que me confirmaban que la secular Inglaterra, no obstante haber sido cuna de la Revolución industrial, con sus consecuentes urbanización y modernización, seguía asomando su clasismo en detalles lingüísticos y cotidianos.

Viéndolo por las tardes jugar backgammon o rummy con los amigos, a veces temía haberme equivocado de lugar y estar en la Atlantic City de Louis Malle, más que en el Londres de John Major que con Míster Wheeler compartí hasta 1996. No obstante resentir esa tahurería suya y algunos esnobismos del orden decadente que personificara, admiraba yo la dignidad con que sobrellevaba la tan anglosajona soledad de su vejez, incluyendo su tozuda independencia al manejar, como un Míster Magoo dejando rubieras a su paso, hasta el club suburbano al que alguna vez me invitó, o a las casas de las pocas amistades que le quedaban. Pero sobre todo me complazco, años después, de haber podido compartir su cotidianidad senil en el anticuado apartamento enfrente de Harrods, que era como una diaria escenificación de la Inglaterra imperial que se apagaba con el viejo esquire.

Arturo Almandoz Marte 

Comentarios (7)

María Nuria De Cesaris
20 de agosto, 2010

Arturo, Espero que esta sea la primera de una serie de crónicas sobre tu estadía en Inglaterra, pues me quedé con las ganas de saber más. Un abrazo, M Nuria

Beatriz
20 de agosto, 2010

Señor Almandoz, agradable forma de enseñar esa parte de Inglaterra que existió y que quizás aún queda mucho. Excelente narrativa viajé mientras leía su artículo. Muchas gracias.

Arturo Almandoz
21 de agosto, 2010

Efectivamente, Nuria: es la primera parte de un tríptico londinense, a ser seguido de alguna otra crónica inglesa, aunque intercalados con otros destinos, para no saturarnos de la pérfida Albión. Besos desde Sâo Paulo.

María Nuria De Cesaris
21 de agosto, 2010

Bueno, ahora también espero las crónicas de Sao Paolo!!!

Arturo Almandoz
22 de agosto, 2010

Encantado, Beatriz, de haberla acompañado a viajar por ese Londres del que mucho queda, como usted bien dice.

Fermina
23 de agosto, 2010

Espero las siguientes crónicas. Saludos.

Edgard J. González.-
17 de febrero, 2015

Me atrajo la mención del nombre de la tienda Harrods en el título, pues 25 años antes que Mister Almandoz fui vecino de esa tienda, durante siete semanas apenas, viví en un pequeño apartamento en la calle lateral, a 50 metros de la avenida principal de Knightsbridge, donde quedaba el Consulado de Venezuela, probablemente muy cerca de la residencia del señor Wheeler. Hace 4 años “visité” esa área, por medio de las tomas de calle en 360º que nos ofrece Google (de las ciudades europeas), y pude ver que el sector ha cambiado bastante, hay ahora más tiendas, una Pizzería y un Barclays en la esquina, y las fachadas de los edificios en Knightsbridge han sido remodeladas para darles aspecto moderno. Para el tiempo en que Almandoz estuvo frente a Harrods ya habría sido adquirida por Al Fayed, para indignación de la familia real. Leo esto cuatro años y medio después de publicado.

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