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La muñeca que se ganó a Ibsen

El autor noruego va contra las convenciones que otorgan a las mujeres roles específicos en la sociedad o que las hacen imágenes de los deseos masculinos

Por Michelle Roche Rodríguez | 8 de julio, 2010

La primera edición de Casa de Muñecas, uno de los dramas capitales del universo literario de Henrik Ibsen, apareció en Copenhague en diciembre de 1879, unas semanas antes de que comenzara a representarse en el Teatro Real de esa misma ciudad y causó polémica por apoyar la independencia de la mujer, que el escritor la asumía como un aspecto crucial de la reforma social que debía emprenderse en Europa.

“Creo que ante todo soy un ser humano, igual que tu… o, al menos debo intentar serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, y que algo así está escrito en los libros. Pero ahora no puedo conformarme con lo que dicen”, es la máxima feminista que la protagonista apunta en el último acto.

En Casa de muñecas el autor noruego muestra la relación matrimonial entre Nora y Torvaldo Helmer cuando se descubre que la mujer había falsificado la firma de su padre para pedir a Krogstad un préstamo que le permitiría costear un oneroso viaje con su marido para Italia, donde él se recuperaría de una enfermedad. Frente a este secreto el esposo, en lugar de ocuparse de salvar a su mujer del prestamista o siquiera reparar en su sufrimiento, se enfurece porque este hecho mancharía su imagen pública. Allí ocurre la epifanía de Nora, cuando por fin se da cuenta que ha vivido una mentira.

“He esperado durante ocho años con paciencia. De sobra sabía, Dios mío, que los milagros no se realizan tan a menudo. Por fin llegó el momento angustioso, y me dije con toda certeza: ‘ahora va a venir el milagro’. Cuando la carta de Krogstad estaba en el buzón, no supe ni aun figurarme que pudieras doblegarte a las exigencias de ese hombre. Estaba firmemente persuadida de que le dirías: ‘vaya usted a contárselo a todo el mundo’”, le dice a su esposo, también, en el tercer acto antes de señalarle que lo abandonará, dejando su estado pasivo dentro de la casa para construirse a sí misma, como un ser humano. En el personaje de Torvaldo, Ibsen expone la falsa moral victoriana y su manipulación de la opinión pública y parece preguntar qué son las normas, las tradiciones y las convenciones, sino hechuras del pasado y son esos fantasmas del imaginario colectivo los que tenían que exorcizar por medio de una reforma social en la cual todos los miembros de la raza humana trazaran sus propios destinos.

Más adelante, la misma Nora le dice a su esposo: “Tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo pueda unirme. Cuando te has repuesto del primer sobresalto, no por el peligro que me amenazaba, sino por el riesgo que corrías tú; cuando ha pasado todo, era para ti como si no hubiese ocurrido nada. Volví a ser tu alondra, tu muñequita (…) Torvaldo, en ese mismo instante me di cuenta de que había vivido ocho años con un extraño. Y de que había tenido tres hijos con él”.

De esta forma emerge como una mujer independiente y, más importante en el credo social de Ibsen, como un ser humano autónomo que rechaza la rutina que la sociedad le impone y para lograrlo debe asumir el control su propia vida en una época cuando las mujeres carecían de poder.

Por esta razón, la imagen más importante de la obra teatral es al que le otorga su título: Casa de muñecas. Y el juguete, qué duda cabe, es la misma Nora Elmer, que primero perteneció a su padre y luego a su esposo: “He sido muñeca grande en esta casa, como fui muñeca pequeña en casa de papá”, apunta.

Como alegoría la muñeca es bastante reveladora en su simpleza de figura femenina que sirve de juguete o en su definición como maniquí para elaborar trapos de mujer, porque en todas sus acepciones representa a un objeto inanimado que está sujeta a la voluntad de alguien más para moverse: “Tú me formaste a tu gusto, y yo participaba de él… o lo fingía… no lo sé con exactitud, creo que más bien lo uno y lo otro”, le reprocha Nora la esposo.

Nora fue una hechura de Torvaldo, su muñeca que no pensaba, juzgaba ni contrariaba sus designios; una abstracción psicológica construida por el marido para complementar a la otra abstracción ideológica que era su propia figura pública de abogado virtuoso. Así su mujer era la metonimia de sus deseos masculinos; de la misma manera que la figura retórica transfiere el significado de una palabra a otra, la mujer se convierte en el reflejo de un ideal del hombre. La esposa perfecta es la metáfora del hombre honrado que la comunidad debe ver en el abogado Helmer; así Nora no existe sino como una idea asociada a su esposo, sólo cuando abandona la casa (de muñecas) por sus propios pies nace como un ser humano autónomo.

Con esta manera de pensar, Ibsen se adelantó más de medio siglo a los postulados de Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949), libro en le cual la autora asegura que el rol de la mujer está marcado por lo masculino.“Una mujer no nace, sino que se hace”, escribe en esta obra capital del feminismo francés, con lo que quiere decir que el comportamiento femenino está tan reglamentado por las convenciones sociales que ninguna es esencialmente una mujer, sino que convertirse quiere decir ser adoctrinada por la sociedad para comportarse de cierta manera, como una muñeca que la sociedad viste según el trabajo que le tiene destinado.

En el universo de Casa de muñecas y la época que representa la mujer era un constructo cultural que sólo existe para llenar un papel específico — esposa o madre, en la mayoría de los casos— y se convierte en el “otro” del hombre, nunca su igual. Esta es la posición que desafía Nora al salir de su casa y anunciar un mundo nuevo en el cual la mujer tiene tanto derecho como el hombre a trazarse su propio destino.

Michelle Roche Rodríguez 

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