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Reglas para transitar

Detesto desde siempre a los automóviles. Hace poco le escuché decir a Peñalosa, el exalcalde de Bogotá, que parecían caimanes esperando a que un pichón de garza caiga al pantano. Estoy de acuerdo, y lo peor es que vivimos en el pantano.

Aunque debo aceptar que he vivido algunos momentos de verdadero placer metido en un carro. Los mejores fueron en un Chevrolet inmóvil que de niño convertí en nave espacial, o en máquina del tiempo, porque soy más sensible a los recorridos temporales que a los espaciales. Prefiero los trenes y los barcos a los carros y los aviones, máquinas donde el paso de las horas es irritante y detestable.

Otro momento emocionante fue cuando aprendí a manejar. Coordinar el acelerador, el freno, el cloche, los cambios, la velocidad, el volante, las curvas, la radio y el paisaje en las ventanas, me hizo descubrir circuitos desconocidos de mi cerebro. Era un cosquilleo que recorría todo los extremos que debía sincronizar, desde el dedo gordo del pie hasta las pupilas y las circunvalaciones del oído medio.

También fue estimulante el examen para sacar la licencia. Mi primer enfrentamiento con la burocracia lo consideré un reto literario: a la pregunta de qué significaba un hombrecito blanquecino dando una zancada y cruzado con una X, contesté:

—Se prohíbe la tracción de sangre.

No me ha ido tan mal. He chocado unas quince veces en más de cuarenta años.

***

De niño, mientras todos mis amigos podían diferenciar un Pontiac de un Buick, yo sólo era capaz de contar Volkswagens. Eran tan aburridas las idas y venidas al colegio, embutidos en camionetas olorosas a lonchera y café con leche, que esos reiterativos conteos eran nuestra única distracción. Un día inventé una regla que debía darle emoción a la competencia: los Volkswagens amarillos valdrían cinco puntos. A partir de ese día parecieron esfumarse de Caracas. El único ejemplar que he logrado ver lo tiene un amigo al que conocí cuarenta años después.

Otros momentos memorables fueron los viajes por Venezuela con mi padre y Ramón Paolini. Íbamos a la búsqueda de una especie en extinción: los pueblos con plazas y su primera iglesia en pie. Disfrutaba de esas travesías porque son viajes a un pasado tan remoto que uno no sabe si lo tiene atrás o adelante. Además, gracias a mi fama de pésimo chofer, me la pasaba durmiendo en el asiento trasero. Paolini era quien manejaba en jornadas de hasta catorce horas. Cuando lo veíamos bostezar le preguntábamos por Graziano Gasparini, con quien entonces sostenía un conflicto fiero y constante (que terminaría en esas amistades profundas de quienes sostienen las mismas convicciones). Bastaba esa sola pregunta para que Paolini se enardeciera y tuviera combustible para unas dos horas más.

Con Paolini era un problema pasar las alcabalas. Tiene un odio atávico y endémico a los guardias nacionales —lo cual es muy trujillano— que se refleja en una expresión de desprecio a todo uniforme, cachucha o pito. Una vez nos pararon saliendo de una curva cerca de Tucacas. Veníamos rápido y tuvo que dar un frenazo. En vez de excusarse le reclamó al guardia:

—Están mal ubicados. Han debido ponerse más allá… para dar tiempo de frenar.

De aquí podemos derivar una primera regla: no se debe retar al funcionario a menos que se tenga con qué. Más de uno quisiera cargar un carnet que establezca: El portador de este documento tiene derecho a vejar a todas las autoridades de la República. Pero, ¿qué gracia tiene andar por la vida con infinitas prerrogativas?

Más estimulante es usar el ingenio. Francisco Vera Izquierdo llevaba a sus viajes de cacería una carta que ordenaba:

A quien pueda interesar:

El portador de la presente está autorizado a portar armas en todo el territorio nacional. Así mismo le pedimos a los funcionarios del gobierno prestarle toda la colaboración posible para que este ciudadano cumpla a cabalidad sus funciones.

Dios y Federación

Francisco Vera Izquierdo

Creo que le agregó un sello de la Asociación Humboldt y otro que decía: NO ENDOSABLE. Pero esos eran otros tiempos de una ingenua sabiduría pastoral. Cuenta Vera Izquierdo que una vez le preguntó a un viejo que montaba un burro por la orilla de la carretera:

—¿Falta mucho para llegar a Marigüitar?

—Depende.

—¿De qué depende?

—Si viene de Caracas falta poco, si viene de Cumaná falta mucho.

Cuando el frenazo en Tucacas eran ya tiempos más malandros y yo no traía ninguna carta. Le dije al guardia nacional que excusará a mi amigo pues estaba muy deprimido. Veníamos de hacer unos levantamientos para la gobernación de Falcón y nos habían robado el teodolito en San Luis de la Sierra. Rematé con una frase que siempre impresiona:

—Somos Topógrafos.

Hay pocas palabras que sean tan técnicas, tan griegas y tan populares (si hubiera dicho “agrimensor” seguiríamos detenidos). Aquel día sirvió para establecer un nexo y continuar el viaje; lo que ejemplifica una segunda regla: Se puede sugerir que se tiene cierta autoridad, pero aclarando que uno es sólo un empleado, lo cual no establece enfrentamientos personales con el funcionario, sino camaradería.

Mi tío Ovidio usaba una táctica más drástica, más breve y necesariamente urbana:

—Póngame la boleta rápido que me estoy cagando.

Lo cual nos lleva a una tercera regla: Los argumentos de absoluta inferioridad deben ser tan imperiosos como sorprendentes.

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Cuando era arquitecto me dio por decir que trabajaba para el departamento de adjudicación de viviendas en el INAVI. Incluso me hice una ostentosa tarjeta que entregaba cuando me detenían en la carretera, agregando la cordial coletilla de: “Por allá estamos a la orden”. ¿Quién no necesita una casa o conoce a quien la necesita? En un país lleno de abusadores, extorsionistas, atropelladores y ruleteros hay que usar para sobrevivir esas trampas que se basan en una cuarta regla: Se puede asomar un poder que no compite con el del funcionario, sino que es paralelo y sumamente conveniente.

***

Mi pasión por la mentira se convirtió en un vicio. En un viaje bordeando la costa de República Dominicana, descubrí una costumbre nacional: detener al conductor por exceso de velocidad. No importa a qué velocidad vayas, siempre te paran. Debo reconocer que piden muy poco, pero en mi caso era una cuestión de honor. Al primero le dije que estaba haciendo un libro sobre la arquitectura de la isla contratado por el Ministerio de Cultura. Otra de las reglas establece que se deben plantear temas con los que se esté familiarizado, y acabábamos de terminar un libro sobre nuestros viajes por los pueblos. El único problema fue que mis hijos oyeron mi argumentación y al montarme en el carro me regañaron:

—¡Dijiste una mentira!

En la siguiente parada me tocaron un par de tipos con caras de zorro y un aparato reluciente que medía la velocidad. Les dije que era un scout del equipo Magallanes e iba a evaluar un pitcher en San Pedro de Macorís. Fue un argumento conmovedor y una de mis mejores actuaciones. Venía de leer un artículo en la revista New Yorker sobre la ciudad con la densidad más alta de peloteros en el mundo y les di una clase magistral de datos, prospectos y estadísticas. Me dieron sus recomendaciones y me dejaron ir, tristes por interrumpir una conversación tan aleccionadora. Estaba tan afilado que al montarme en el carro le dije a mi esposa en voz alta:

—Mi amor, mejor dejamos lo de buscar el pitcher para otro día.

Lo importante es, y he debido decírselo a mis hijos, jamás pagar un soborno. No sólo es inmoral sino que le quita toda la gracia a este extraño asunto que es transitar por la vida.

A veces hasta la inocencia ayuda. Mi primo Juan Vegas fue a los carnavales de Carúpano en plena época de guerrillas, cuando en Oriente revisaban los carros cada 50 kilómetros, y llevó como única identificación una boleta de sexto grado. Tenía entonces unos 18 años, edad que las autoridades desprecian y acosan, pero mi primo Paúl asegura que los guardias se enternecían con aquel documento ajado que evocaba tantos recuerdos, y los dejaban pasar.

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Mi desprecio por los carros se refleja en muchas facetas. Una es el estado lamentable en que tengo el mío. Hace poco se lo presté a mi padre y todavía insiste en que lo chocaron unos jóvenes que venían retrocediendo en una Toyota. Mi lamento suena como una de las canciones antinatura de “Los Amigos invisibles”: Mi papá me chocó mi carro.

Ya los choques son varios, todos pequeños y homogéneamente repartidos. No pienso ir a un latonero. Asumo el estado de la carrocería como una decoración relativamente segura para circular en Caracas. Trato de conservarla lo suficientemente abollada para que los ladrones me desprecien, y no tanto que mis nietos se sientan humillados cuando me toca llevarlos al colegio.

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Debo entrevistar alguna vez al otro bando, al de los fiscales, guardias y otros compinches; escuchar sus cuentos sobre las excusas de los sumisos, los llorosos, los jalabolas natos, los que se desbocan ofreciendo dinero antes de que les pidan los documentos, los que se jactan por conectados y muestran chapas, plásticos, o sueltan insoportables verborreas.

¿A qué grupo pertenezco? Me gustaría decir que al de los fantasiosos, pero las mentiras a la larga pesan, son acumulativas, y he ido descubriendo que todas ocultan o incitan una verdad.

Una vez estuve en Italbraga y coincidí con un fiscal de tránsito muy elegante y galardonado, acompañado de una linda fiscal que se acababa de probar una de las bragas. En España una braga es una pantaleta, y la fiscal lució su prenda con tanta coquetería que parecía lo fuera. Como los fiscales cargan sus nombres en unas plaquitas de plástico, los grabé en el expediente de mi paranoica memoria bajo la consigna: “Son funcionarios del orden público, me serán útiles si me meto en un peo”.

La ocasión fue a los dos días. Me detuvieron en el distribuidor de Prados del Este por un error de interpretación y me llevaron al módulo, una oficina elevada como una araña mediante unas patas metálicas. De los necesarios documentos sólo tenía la cédula, mi memoria y una curtida imaginación. Les dije que era gerente en Italbraga, que estábamos trabajando en unos nuevos impermeables contratados por el ministerio de Transporte, que por allí había estado el oficial Miranda, y para añadir veracidad al asunto, agregué:

—Por cierto, acompañado de una compañera de ustedes muy bella, a la que le compró una braga verde… una tal Brígida.

Había cumplido impecablemente con varias reglas de mi decálogo, pero aun así me asombró lo boquiabiertos que dejé a cuatro fiscales. Hasta que, de pronto, uno se me vino encima gritando incoherencias. Sus compañeros intervinieron, incluso me pidieron que me fuera:

—¡Llévate tu cédula y ese pocillo de loco!

Supongo que descubrí un caso grave de infidelidad, porque mientras bajaba a la calle por una escalera endeble pude oír que alguien gritaba:

—¡Cálmate Feliciano, esa vaina no se arregla así!

***

Insisto en que siempre afloran verdades de las mentiras. Después de siete años de impoluta libertad vial, gracias a esta suerte de transparencia que es la vejez, me detuvieron hace cinco días. Venía a las nueve de la noche entrando desde la plaza Venezuela a la autopista, cuando el azar me eligió para otra sesión de cuentos de camino. Ya estoy mayorcito y me agota lo que antes me parecía divertido, pero sigo sin poner al día mis documentos. Esta vez era el policía más alto, musculoso y bien parecido de todas mis escabullidas. Hasta pensé en decirle que yo era un ejecutivo de televisión y estábamos buscando protagonistas para una telenovela, pero ya no sé que emisoras quedan funcionando y había que actuar con fluidez. Así que tomé otra salida:

—Oficial, le ruego sea expedito (toda palabra rara ayuda). Vengo de hacer una guardia de 24 horas y estoy molido.

—¿Una guardia de qué?

Para colmo, el tipo tenía también el acento golpeado de los trujillanos y supe que debía emplearme a fondo:

—Una guardia en el hospital.

—¿En qué hospital?

Aún no sé por qué me puse clínico, tema que desconozco. Había perdido la rapidez, el entusiasmo, la inventiva, y no hay que dar lugar a muchas preguntas… pero, ¿qué hospital? Recordé un trabajo que hice en Historia III sobre las arcadas neogóticas del Hospital Vargas.

—En el Hospital Vargas, en la sección de pediatría… por donde está el segundo patio… Allá estamos a la orden.

—¿Usted es pediatra?

Formuló su pregunta con voz tan penetrante y sentida que me aterré, y contesté con un precario sí. A partir de ese momento el policía fue quien copó la escena:

—¡Doctor! Sepa que me lo mandó Dios. Tengo muy mal al carajito y ya no sé dónde ir.

—¿Y que edad tiene el niño?

—Año y medio… es algo por el estómago.

—Lo mejor es llevarlo al Pérez de León, allí hay excelentes pediatras y gastroenterólogos.

—Allí estuve, doctor, pero eso es un desastre. Si uno no tiene un contacto o una recomendación pierde su tiempo, y tiempo es lo que ya no tenemos.

Ese es mi lado débil y comencé a desesperarme ante la rabia contenida del policía y su desorbitada necesidad de esperanza. Quería llegar a mi casa, salir de aquel embuste interminable. Le dije que fuera al día siguiente al Vargas, a las siete en punto, y preguntara por el doctor Miranda. No sé por qué sólo me vino el apellido del fiscal galardonado. Con ese único dato pude zafarme y continuar. El carro se había convertido en un barco que salía de una tormenta y navegaba en la noche alejado del mundo y sus costas, y nada importaba a dónde diablos me condujera la brisa.

Cuando entré por fin a la autopista y contemplé la larga y oscura perspectiva hacia el este, por entre edificios dispersos y anuncios mal iluminados, comprendí la dimensión de la última y más asquerosa de mis mentiras, y pude ver al padre y a la madre con el niño en brazos, avanzando a codazos entre colas de otros niños y otros padres, preguntando entusiasmados por un doctor Miranda que tiene muy poco chance de existir y menos de atenderlos.

Tenía que regresar, pero no es fácil dar media vuelta en una autopista. Le diría al policía que me llamara en la mañana y durante la noche yo contactaría a algún amigo pediatra. Tuve que llegar al distribuidor de Chacao para regresar hacia el oeste, salir hacia la plaza Venezuela y darle la vuelta a la nueva fuente. La acababan de reinaugurar por vigésima vez y avancé dando cornetazos entre espectadores que giraban con lentitud… y ya no estaba más el maldito operativo de la Metropolitana y su media docena de conos rojos.

Comprendo que soy un cínico y que mucho en mi vida se arreglaría poniendo al día la cédula, la licencia y el certificado médico. Pero siempre faltará algún papel. Es lo que dice un amigo: “En este país sólo es serio el que no se ríe”. Yo tuve que agregar, al volver a tomar la autopista hacia el este, “y el que no es capaz de llorar”.