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La bolsa de los sueños cumplidos y las pompas de jabón

Niall Ferguson titula el tercer capítulo de su historia de las financias, El triunfo del dinero, como “Inflando burbujas”. En este tramo, le toca contar qué es una bolsa de valores y de dónde salió ese espacio tan representativo de la modernidad, donde pareciera que se decidiera el destino inmediato del planeta y de quienes vivimos en él, más que en los campos petroleros, la selva amazónica o los silos nucleares.

Ferguson comienza explicando el valor histórico de la invención de la empresa, a través de la sociedad de responsabilidad limitada, en la que la persona jurídica puede fracasar sin arrastrar consigo a personas naturales, sus accionistas. Uno no suele tener en cuenta que, antes de eso, la quiebra de una compañía llevaba a la cárcel o al patíbulo a sus fundadores. Si fallabas en un negocio, era casi imposible que pudieras volver a empezar.

Pero hoy, en la práctica, es la bolsa la que tiene más influencia sobre las grandes corporaciones, las que cotizan en ella. Ferguson explica que en la cultura bursátil anglosajona se llama “osos” a los pesimistas que venden acciones y “toros” a los optimistas que las compran (de ahí la conocida escultura de Wall Street), pero como hace también la economista venezolana Sary Levy en Las crisis financieras del siglo XX, alude a la común etiqueta del “rebaño” para figurar la conducta de los actores en el corro.

“Hoy se dice”, escribe, “que los inversores forman una especie de ‘rebaño electrónico’, que en un momento pueden estar pastando felizmente en los prados de los rendimientos positivos, mientras que al siguiente puede salir en estampida para correr a refugiarse en el corral. Lo importante, sin embargo, es que los mercados de valores constituyen auténticos espejos de la psique humana. Al igual que el Homo sapiens, pueden deprimirse, e incluso pueden sufrir crisis nerviosas. Pese a ello, la esperanza -¿o tal vez sea la amnesia?- siempre parece ser capaz de triunfar sobre esas malas experiencias”.

Una historia particularmente aleccionadora de este tercer capítulo de El triunfo del dinero es la del nacimiento de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que fue fundada con más de un millar de pequeños y grandes accionistas como la mayor empresa de la época. Con ella nació la compra pública de las acciones; cuando a los diez años de fundada no se liquidó como al principio estaba planeado, algunas accionistas salieron a vender su participación en ella, con lo que nació el mercado de valores. Se abrió la primera Bolsa, en Amsterdam, en 1608, y un Banco de Cambio, para atender ese dinámico negocio de acciones de la Compañía.

Un aventurero escocés, John Law, quiso replicar este éxito con la Francia absolutista, con lo que introdujo además los billetes en Europa y la primera burbuja bursátil, de paso contribuyendo a arruinar a la monarquía, todo esto ya en el siglo XVIII. Llegó a ser tan poderoso que podía parafrasear al Rey Sol y decir “l’ economie c’est moi”. Creyendo en las ofertas de prosperidad sin límites que ese hombre les contó sobre lo que obtendrían con sus inversiones en Canadá y Luisiana, la aristocracia francesa se entregó a un innovador financiero, pero las cosas le salieron mal y al final de ese siglo era lo bastante débil para ser incapaz de impedir la revolución.

El ordenado relato posterior de la Gran Depresión no oculta el carácter todavía misterioso del crack del 29 y conduce a un interesante análisis de la más reciente sacudida global, empezando en los 90 con la burbuja de las puntocom y Enron. La profunda desazón, cuando no mero horror, que los fraudes y los colapsos han causado, con sus suicidios y sus bancarrotas, lo lleva a empatar este tema de la bolsa de valores y las burbujas bursátiles con el del capítulo siguiente de su libro: los seguros.

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Como hace ver Ferguson en este capítulo, el discurso negativo sobre las bolsas de valores se afinca en los lamentables efectos de las burbujas, de las conmociones que son más bien excepcionales, y no de la situación normal de estabilidad, mucho más frecuente, que genera prosperidad, empleo y progreso. ¿Cómo puede ser un país más fuerte y su sociedad menos próspera, sin una bolsa de valores? ¿No se trata de regular mediante instituciones capaces, para impedir los innegables excesos que produce la codicia, en vez de extirpar al sistema financiero de raíz? ¿Cómo cree el lector que pueda encontrarse un equilibro, en cuanto a la actividad bursátil se refiere, entre empuje y justicia, entre generación de riqueza y generación de pobreza?