Ciudad

Odiseo

Lucas García y las aventuras y desventuras de un conductor en Caracas

Por Lucas García París | 29 de abril, 2010

Yo vivía en El Junquito y trabajaba en Los Cortijos de
Lourdes. Todos los días eran una versión de la Fuga a Oriente
pero en un Fiat Uno.

Aprendí a leer periódico en la cola. Me terminaba de
vestir manejando. Le echaba azúcar al café sobre el volante.
Recuerdo la fauna.

En la autopista del Oeste, a la altura de Montalbán
pastaban caballos de pelaje canela que nos veían con
indiferencia y cierta superioridad resentida.

Yo tenía una especie de truco que consistía en salirse
en la vía a la Guaira y caerle por detrás del 23 hasta
Miraflores y empatar a la Bolívar. Ya sé, cuando lo escribes
suena a vueltón. Cuando lo manejas también. Pero se movía.
Y movimiento es lo que necesitas para no lanzar el carro al
Guaire e irte al monte a vivir de la caza y la recolección.

Por el 23, el paisaje compartía murales de Colectivo
Alexis Vive
con otro caballo, macilento, no tan bien
alimentado, de color blanco. Mi mujer decía que era como si
Bolívar hubiese dejado botada la montura y lo hubiese
mandado todo al carajo.

A la altura de la autopista del este y pasando el
Guaire, me recibía el contraste de unas garzas que se
mantenían impolutas a pesar de caminar sobre aquel
estercolero y los modernos zamuros que se posaban luctuosos
(¡que ganas tenías de usar esa palabra!) sobre los postes de luz.

A veces me cruzaba con camiones llenos de gallinas o
de bueyes. Una vez vi a un tipo en un Volkswagen que
llevaba un monito capuchino en el asiento trasero. El monito
viajaba relajado y parecía darle indicaciones al chofer. Estoy
seguro que manejaba mejor que el dueño.

El safari vial me llevaba unas dos horas y pico.
Llegaba al trabajo como quien llega de descubrir las fuentes
del Nilo. La sensación de rodar se me pasaba como a media
mañana.

Cuando ya me estaba acostumbrando a lo estático
daban las seis y back on the road again. Me montaba en el
auto como un astronauta. Bolsas de Pepito para picar, coolers
con agua, la ruta y los tiempos calculados con más precisión
que el proyecto Apolo.

La vuelta tenía la carga ominosa del final del día que
nunca llega. Metido en el carro, entendí la relatividad del
tiempo por el lado maluco. Lo terrible y lo aburrido siempre
duran más.

En aquella época ya existían los programas de radio
para los horarios de la cola. Había toda una industria
desarrollada a partir de aquel tormento. Prometeo con un I-
POD mientras el ave mítica le devoraba los intestinos.

Me sometí al chicle sónico de Britney Spears,
la garganta desinhibida de Cristina Aguilera. Comprendí que
algún día iba a ponerle una bomba a la discográfica de los
Back Street Boys. Todas las estaciones tenían un reporte del
tráfico.

Los detestaba. El locutor enumeraba todas las vías
trancadas, exhortaba a usar un par de vías libres que no
ayudaban en nada y siempre hacía esa maldita
recomendación desesperante:

“Si no tiene que ir a ningún lado, absténgase de salir a
la calle.”

Mi esposa solía chillar en ese momento:

¡¿Y que quieres que haga?! ¡¿Que me teletransporte?!

Nuestro hijo creció unos centímetros en el asiento
trasero. Comenzó a hablar y hacía sonidos de motores de
camión, de claxons, de alarmas para carro.

A mi me gustaba el Junquito, pero la vía estaba
acabando con nosotros. Como la cola de subida era igual de
perversa, me veía forzado a comerme algo en el camino. En
el Shangai-la de la industria porcina la oferta estaba
disparando mis niveles de colesterol.

Mi amor, decía mi esposa, estás oliendo a cochino.

No sólo las vías terrestres estaban trancadas, mis vías
arteriales también. El tipo de las morcillas lanzaba confetti
cuando entraba en el local. Yo vivía entre una cola y un
chorizo. Esa combinación sólo podía producir un infarto al
miocardio.

El día que nos mudamos de nuevo a Caracas no había  u
n solo automóvil en la carretera. El tipo del camión de
mudanzas no podía entender porque abandonábamos nuestro
chalet.

La Naturaleza, el aire puro, decía.

Mi hijo hacía brum, brum, piii, piii durante todo el
trayecto hacia nuestro nuevo hogar.

*******

Foto: El Tecnorrante

Lucas García París 

Comentarios (9)

Leopoldo Tablante
29 de abril, 2010

Lucrecio, ese “mi amor, estas oliendo a cochino” me recuerda el corto aquel de Woody Allen, el de “Todo lo que usted quería saber sobre sexo y nunca se atrevió a preguntar”, en el que la esposa le dice al médico enamorado de una oveja que está oliendo a chuletas de cordero.

Aníbal Girondo
29 de abril, 2010

Tremenda crónica, Lucas, excelente. Esa manera de adaptar una leyenda clásica a nuestra ciudad de hoy le da además un aura extraordinaria a lo que escribes. La forma en que describes las aventuras urbanas en relación con el tránsito caraqueño tiene mucho de eso, de mito. Sigue así, Lucas García, estoy bien seguro de que eres uno de los favoritos de los lectores de Prodavinci, que después de tus publicaciones salen corriendo a revisar con nuevos ojos libros como el de Homero, que cobran nueva vida y se descubren pertinentes para la existencia en estos tiempos. Como dicen en inglés, Lucas, two thumbs up! Extraordinario, gracias.

Faustino Villagrán
29 de abril, 2010

!acerejé Luca! ¿se entenderán estas instantáneas o polaroids en otros países de habla hispana? digo, por las referencias. me da tristeza por los lectores que no han vivido en los kilometros del Junquito: tal cual lo ilustran acá.

@seleccionada ligia Isturiz
29 de abril, 2010

Me gusta que me hayas cotado algo tan simple y real, de un modo tan natural, que hasta yo que sólo he pasado por El Junquito cuando iba a la Colonia Tovar, pueda viajar en el Fiat, con ese nauseabundo olor de cochino , y jurándome que nunca más te volveré a acompañar.

Alonso García
30 de abril, 2010

Lucas, otra vez dejas un perla de crónica para la historia. Es que ya Caracas no parece una ciudad para vivir, sino un masoquismo.

Jaco
30 de abril, 2010

Muy ameno el relato Lucas. Pero me faltaron dos detalles por leer… el sonido de sirenas de ambulancias, policías, bomberos, etc. Y los vendedores! Son evidencia ambulante del tráfico. 😉

irma márquez
6 de mayo, 2010

EXCELENTE Y MUY AMENO SU RELATO. LE INVITO A VALENCIA A SUBIRSE A UN BUS O CAMIONETA POR LA AV. BOLIVAR, ES ALGO SIMILAR. SE SUBE USTED Y TIENE QUE APRESURARSE A SENTARSE, SI ES QUE CONSIGUE ASIENTO, EN MEDIO DE UNA MUSICA ESTRIDENTE, Y AGARRARSE DURO A UN ESPALDAR DE ASIENTO PARA NO CAERSE, Y TENER QUE RESISTIR ESTOICAMENTE DURANTE SU TRAYECTO HASTA QUE UNO LLEGUE A SU DESTINO, LOS INNUMERABLES PERSONAJES QUE SE SUBEN AL BUS CADA UNO CON UNA HISTORIA DIFERENTE. MUY BUENOS DIAS,TENGO VARIOS DIAS SIN INGERIR ALIMENTOS, BLA, BLA. BUENOS DIAS,ESTAS GALLETAS QUE ESTAN VIENDO EN EL ABASTO SALDRIAN, BLA,BLA. HASTA MUSICOS AMBULANTES, RAPEROS Y PARE DE CONTAR. AQUI HAY BASTANTE MATERIAL PARA UN RELATO INTERESANTE Y AMENO.FELICITACIONES POR SU ESCRITO.

Arlett
21 de junio, 2010

Me encantó, me reí! A pesar de lo cruel que llega a ser ese día a día. Esa es la historia de un conductor… Muy pronto me atreveré a narrar las aventuras de un pasajero desde San Bernardino hasta Bello Monte; desde pensar: “Metros Bus ya van 60 min y no llegas, ¿dónde estás que no te veo?, ¿será otra vez la cola de la Av. Urdaneta o la del Centro Médico?, hasta: me tocará subir a pie al CENDES (una vez que he llegado a Los Chaguaramos).

Sydney Perdomo
21 de junio, 2010

¡Colosal! Todo lo que se diga después: ¡Ya esta dicho!

Divertido su relato buen hombre.

Saludos y mis respetos sinceros. 🙂

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