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Desde “Juan Bimba” hasta “er Conde del Guácharo”

Leo y releo con sumo placer los artículos (entre crónicas y cuentos) del escritor y periodista brasileño Luis Fernando Verissimo, que hace algunos años tradujera y publicara para el público venezolano Sergio Jablón. Una de ellas se titula El Popular. Para Verissimo, este es el personaje que sale en todas las fotos, que aparenta tener el don de la ubicuidad, que nunca nadie sabe cómo se llama pero que siempre está allí, en el centro de la historia en el vórtice del desarrollo de los acontecimientos.

Para mí, en cambio, el popular es el personaje representativo de la identidad de una colectividad, bien sea un edificio, un barrio, una ciudad o una nación. En este último caso correspondería a lo que los alemanes, inventores del romanticismo, llamaban el volkgeist, el espíritu de un pueblo. Algunas personas –o, más bien, personajes– encarnan ese ente esquivo, difícil de definir, que se llama idiosincrasia. Cierto es que muchas veces los personajes que encarnan este concepto, más bien metafísico, son construidos con base en estereotipos, o visiones reduccionistas de la identidad cultural, que suele ser más rica y variada de lo que generalmente pensamos. Pero, ¿cómo y cuándo se dio este proceso entre nosotros, al menos en nuestro pasado reciente?

II

Primero deberíamos remontarnos al siglo XIX y a la labor de los costumbristas. Ellos fueron escritores que empezaron a fijar los tipos venezolanos, esto es, los caracteres representativos de nuestra incipiente nacionalidad tras la cruenta Guerra de Independencia que duró más de diez años y dejó a nuestro país devastado.

Los costumbristas describieron las artes y los oficios más típicos, el chichero de la esquina, el vendedor de flores de Galipán, las lavanderas del Guaire, los patiquines, las sinforosas, los petardistas, los pulperos, etcétera.

Generalmente escribían textos breves, tipo crónica, que publicaban en los periódicos de la época. Durante muchos años la crítica académica despreció estos textos por considerarlos “periodísticos” (esto es: no literarios), demasiado breves además para ser tomados en cuenta, y para colmo, muchos de ellos humorísticos, y ya se sabe que la literatura es “cosa seria”.

La profesora y ensayista Alba Lía Barrios, en una monografía sobre el costumbrismo, precisa dos momentos de esta tendencia: el primero signado por el desprecio de los intelectuales, propio de quienes se saben miembros del selecto club de “la ciudad letrada”, como la definió el ensayista uruguayo Ángel Rama, manifestado en una visión ácida, irónica, a veces sarcástica, siempre descalificadora, hacia el pueblo, su habla y sus costumbres, que contó con representantes “adustos tribunos, científicos, historiadores y gramáticos” como Fermín Toro, Juan Manuel Cajigal y Rafael María Baralt.

Un segundo instante del costumbrismo es cuando algunos intelectuales se bajan del “pedestal aristocratizante” y acceden respetar a ese pueblo que describen, dándose cuenta de sus valores, de su sabiduría y de su sentido del humor, que se manifiesta hasta en las más trágicas situaciones.

Quien arranca con esa visión es el poeta calaboceño Daniel Mendoza quien en esa pieza maestra titulada Un llanero en la capital (publicada por primera vez en 1859) crea el personaje Palmarote, un llanero que llega a Caracas y es recibido por un señorito quien le muestra la ciudad. Este texto es un magnifico ejemplo de desdoblamiento de un autor en dos personajes, pues Mendoza es, sin duda, el señorito, “culto” (el autor tuvo formación académica) y el llanero (el mismo autor marcado por su infancia en las rudas sabanas guariqueñas, en contacto con los peones y hombres y mujeres campesinos, de quienes aprendió el habla y las costumbres llaneras).

Representantes del este segundo costumbrismo fueron Nicanor Bolet Peraza, Francisco Tosta García, Francisco de Sales Pérez, Tulio Febres Cordero, Miguel Mármol y Pedro Emilio Coll, entre otros.

Lo cierto es que muchos de esas personas de carne y hueso descritas por los costumbristas, como Palmarote, se convertirían después en personajes literarios como el Pajarote de Rómulo Gallegos en Doña Bárbara, o como el entrañable Vicente Cochocho de Teresa de la Parra en Memorias de Mamá Blanca.

José Rafael Pocaterra, en sus Cuentos Grotescos, Eduardo Blanco en Zárate, Gonzalo Picón Febres en Fidelia, Ya es hora y El sargento Felipe, Manuel Vicente Romerogarcía en Peonía y Miguel Eduardo Pardo en Todo un pueblo fueron algunos de los novelistas influenciados por el costumbrismo.

III

La explotación industrial del petróleo desde 1922 y la modernización tecnológica del país acabaron con muchos usos y oficios tradicionales. Lo criollo, lo autóctono pasó de moda, muchas veces por ignorancia o por desuso, desplazado por los nuevos modelos de vida propuestos por la industria cultural estadounidense.

Pérez Jiménez tuvo un proyecto nacionalista en lo cultural y promovió el folklore (curiosa palabra anglosajona para definir lo más nuestro), de arpa, cuatro y maracas, de danzas de Yolanda Moreno, de semanas de la patria con exaltación de los héroes de la independencia, como corresponde a un gobierno militar. De alguna manera, a pesar de ser enemigos políticos, intentó recoger el legado galleguiano de fijación del llano como lugar preferente donde se forjó la nacionalidad.

Los gobiernos posteriores no tuvieron políticas culturales coherentes, no se propusieron resistir la creciente influencia norteamericana que a partir de la década del cincuenta del siglo pasado contó con un poderoso aliado: la televisión, que se dedicó a transmitir casi exclusivamente contenidos importados.

De la era previa a la TV quedó un estereotipo: el Juan Bimba sinónimo de venezolano pobre que plasmara el humorista Leoncio Martínez –Leo– en su revista Fantoches: un ser flaco, esmirriado, de origen rural, con pantalones arremangados, calzando alpargatas y manoseando un sombrero de paja raído, mientras habla con el “dotol”.

A ese Juan Bimba, símbolo de los campesinos desplazados por la explotación petrolera se dirigió la campaña presidencial de Gallegos que lo llevaría a la jefatura de gobierno en las elecciones de 1947. Acción Democrática se apropió de este símbolo de la iconografía nacional para promoverse como el partido de los “pata en el suelo”. Pero a diferencia del Tío Sam, rubicundo y agresivo icono de la joven nación norteamericana primero, y del imperialismo yanqui después, Juan Bimba ofrecía una imagen triste y deprimente de un pueblo vencido y moralmente postrado.

Así lo percibió Enrique Bernardo Núñez quien escribió, en fecha tan temprana como 1936, que se trata de “un mote nada lisonjero” que se le quiso endilgar al pueblo venezolano y se asombra de que haya prendido con tanto éxito. “Juan Bimba”, señala, “es el enclenque, el idiota, el pobre diablo… El hombre de nuestro pueblo…es por el contrario malicioso, viril, de comprensión rápida, con un cabal sentido del ridículo”. Para el escritor, el mote nace más bien entre la gente pretenciosa y señaló, paradójicamente, que cuando haya un partido popular en Venezuela será preciso echar a la hoguera muchas cosas, para que el fuego las devore, entre ellas ese ridículo apodo de Juan Bimba”.*

IV

A partir de la televisión fueron varios los intentos de plasmar personajes representativos de la nacionalidad. Pero había un problema: la contradicción campo-ciudad se hacía cada vez más insalvable. Venezuela había dejado de ser un país rural. Los campos habían quedado abandonados en detrimento de las ciudades. Los símbolos de la nacionalidad ya no podían aspirar a tener carácter abarcante.

Un ejemplo de esta paradoja lo encarnaron los hermanos Díaz, Simón y Joselo, versátiles actores y músicos. Mientras el primero encarnó al venezolano campesino, el segundo aceptó la modernidad al representar en su show televisivo personajes netamente urbanos como el Pavo Lucas (motorizado) o como el mendigo barbudo que tocaba una guitarrita de hojalata de una sola cuerda (aún no existían los recogelatas), o como el burócrata eternamente asustado por la posibilidad de perder el trabajo por los vaivenes de la administración pública a causa de los cambios de gobierno propios de la era el bipartidismo.

Oros personajes fueron Don Tereso, de Charles Barry, representante de la caraqueñidad, un viejo citadino con sombrero de pajilla y bastón de bambú que con mucha dignidad contaba las historias de la ciudad sentado en un banco de la Plaza Bolívar. O Goyo Repollo, de Perucho Conde, llanerazo que finalizaba sus actuaciones diciendo: “Ni que el pecho fuera e hierro y los lomos de algarrobo, no jiles”.

Actualmente, a pesar de los discursos nacionalistas y las supuestas políticas culturales, no hay un personaje más allá de Bolívar –pero recordemos: Bolívar era mantuano– que simbolice el alma nacional y mucho menos el espíritu de un pueblo. ¿Debemos conformarnos con esa pantomima de la nacionalidad que representa el Conde er Guácharo? Triste opción si nos quedamos en la superficialidad, en el chiste grosero y la vulgaridad. Sería el regreso de Juan Bimba pero sin la gracia que pudo tener el personaje al principio.

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* Núñez, Enrique Bernardo, Relieves, recopilación de artículos publicada por el Congreso de la República, Caracas, 1989, pp. 213-14.