Artes

Illusion

Cuento de Adriana Villanueva

Por Adriana Villanueva | 18 de abril, 2010

Una tarde cualquiera mis hijas descubrieron en el fondo de una gaveta un cassette de betamax:

—¿Qué es esto mamá?— preguntaron viendo con curiosidad la pequeña caja negra.

Trataron de meterla en el viejo VHS, como no entraba, pensé que se sentirían derrotadas por los avances de la tecnología y dejarían el bendito cassette en paz. Lo guardé en el cajón de recuerdos con la seguridad de que ahí quedaría hasta que mis hijas, en un futuro esperemos que lejano, una vez muerta su madre, lo tuvieran que botar junto con el resto de boberías que por sentimental, nunca llegué a desechar.

Pero las muy astutas sabían que en ese obsoleto cassette había un secreto de mi pasado que en alguna oportunidad podían utilizar, así que lo escarbaron del cajón entre postales, sus dientecitos de leche y mi carnet del Le Club y, sin consultarme, se fueron a una de esas tiendas en las que hacen transferencias de cinta a digital, convirtiendo el videocassette en un CD para sorprenderme en la celebración del día de las madres.

Como las malvadas de las telenovelas, mis niñas esperaron que estuviera todo el público reunido en el salón de los abuelos, incluidos papás, primos y tíos, para darle el regalo a mamá y a madrina en una función familiar en pantalla plana y sonido sensarround. Y ante vítores y aplausos de la concurrencia, al poner play en el DVD, salí en pantalla junto a mi comadre María Elisa, de permanente y bandana, con hombreras, labios fucsia y calentadores de lana rosados, emulando los pasos del hombre de la luna de Michael Jackson en el video Billie Jean.

El público celebró con risas, pitas y comentarios tipo: “¡qué pavosos los años 80!”. Lo que nadie pareció percibir fue el detalle que hacía ese documento fílmico tan importante. Su fecha digital grabada a la derecha de la imagen decía: 12-8-82; y la primera presentación del famoso paso “moonwalk” que catapultó a Michael Jackson como el gran bailarín pop de la década de los 80, fue en el 25 aniversario de Motown celebrado en marzo de 1983. Ese cassete de betamax, hoy convertido en tecnología digital, era una prueba contundente de que la coreografía que revivió la carrera del más famoso de los hermanos Jackson no salió de los laboratorios de Epic Records ni de los predios del rancho Neverland, sino de la imaginación caribe de unas adolescentes caraqueñas.

Sí, Michael Jackson nos plagió. No fue que el muy robatalento viniera a Caracas a hacerlo, que ya en ese entonces le diera por usar gorra y lentes oscuros para pasar inadvertido, no, habría que remontarse a principios de los años 80 para recordar que con el cambio del dólar a 4.30 bolívares, un par de adolescentes que apenas habíamos dejado de ser colegialas, podíamos dar la vuelta al mundo con bajo presupuesto, pasarla como reinas y hasta llegar a bailar con el Rey del Pop.

II

Cumplí 18 años y me gradué de bachiller la misma semana. Para celebrarlo, mi abuela paterna me hizo el regalo más generoso que había recibido en mi vida: un cheque de cinco mil bolívares. En el año 1981 cinco mil bolívares eran más de mil dólares, una verdadera fortuna para una muchacha que vivía bien con los doscientos bolívares a la semana que le daba su papá. Indecisa de cómo invertirlos, deposité mi tesoro en una cuenta de ahorros a esperar que se presentara una buena oportunidad para gastarlo.

La oportunidad llegó al año siguiente, en 1982, cuando mi tía María Elisa, la hermana menor de mí mamá, apenas un mes mayor que yo, terminó con el novio, decidió que la carrera de Letras que estudiaba en la Universidad Católica no era lo suyo, y quiso pasar un año en los Estados Unidos para aprender inglés mientras esperaba cupo en la facultad de Derecho. Yo en cambio jamás había sido tan feliz como estudiando en la Escuela de Artes en la UCV. A mi eterna compinche no la acompañaría en su año sabático estudiantil. Para despedirnos por todo lo alto viajaríamos a París donde además de conocer las mejores discotecas, ésas que frecuentaba Estefanía de Mónaco con Anthony Delon, María Elisa compraría su ajuar de invierno de futura college girl, y yo mis bluejeanes y franelas de ucevista comprometida.

La década de los 80 no envejeció bien, pero deslastrándola del cariz de moda horrenda y plástico a toda prueba, para aquellos jóvenes que teníamos cierta tendencia al hedonismo, fue una década dorada. Mi tía y yo nos entregamos a nuestro momento histórico con pasión disfrutando de la música disco como si viviéramos en el Nueva York de Glenn Miller, en la Viena de Strauss, en el Buenos Aires de Piazzolla. Más yo que María Elisa, que siempre tenía novio.

Ese agosto, milagrosamente, mi joven tía andaba soltera y sin compromiso, y con un viaje por delante, dedicamos todo el mes a perfeccionar técnicas de baile. No queríamos pasar como provincianas en las discotecas parisinas. En Caracas, después de un breve auge a fines de los años 70, las megadiscotecas que imitaban al Studio 54 de Nueva York habían fracasado. La más grande de todas, el City Hall, en el CCCT, no duró más de dos años. Sólo sobrevivían las discotecas pequeñas como Le Club, una boite en el sótano del centro comercial Chacaíto que en su segunda década no perdía la corona de templo de la rumba sifrina caraqueña, especie a la que María Elisa y yo pertenecíamos sin apologías.

El tamaño de la pista del extinto City Hall era del tamaño de todo Le Club. Si las discotecas de París eran así de grandes, estábamos fuera de forma. Debíamos entrenar para bailar en la ciudad luz como dos corredoras acostumbradas al Parque del Este se preparan para brillar en el maratón de Nueva York. No tuvimos más distracciones ese agosto que la música a todo volumen en la terraza despejada de casa de mis padres. Al principio sólo emulábamos los pasos de Solid Gold, un programa gringo donde en un estudio de tubos de neón y luces intermitentes la cámara desfilaba por el público bailando al ritmo de las diez canciones más populares de la semana. Pero sabíamos que si este par de venezolanitas flacas como espigas que apenas superábamos el metro sesenta queríamos sobresalir entre las valkirias europeas que desfilaban en las discotecas parisinas, debíamos ir más allá de los pasos a lo “Fiebre del sábado por la noche” de los bailarines de Solid Gold. La inspiración se nos presentó, como suelen presentarse las grandes epifanías, tras mucho trabajo, de modo casual, cuando el atribulado exnovio de María Elisa, ante la inminencia de su partida, la buscó una tarde en mi casa con un ramo de rosas rojas para implorarle que lo reconsiderara, que un amor tan grande no puede morir así, que le diera otra oportunidad para hacerla la mujer más feliz del mundo, y todas esas boberías que dicen los exnovios fastidiosos cuando se ponen melodramáticos.

María Elisa, que tampoco es una desalmada, soltó su lagrimita, lo convenció de que necesitaban darse espacio, un tiempo, que el amor cuando es real sobrevive este tipo de prueba, que si amas algo, déjalo ir… y bla, bla, bla. Mientras tanto yo seguía en la terraza buscándole la vuelta al ritmo de “It’s just an illusion, uh, uh, uh, ahah, illusion”, y nada que daba con él. María Elisa, una vez despedido el ex con la promesa de que un año pasa rápido, regresó a la terraza secándose las lágrimas y diciendo algo definitivo como: “No hay vuelta atrás”, a lo que yo le debí haber contestado un tradicional: “chivo que se devuelve se desnuca” o quizás un “pa’ atrás ni pa’ coger impulso”. Lo importante del momento no es el lugar común sino que mi tía subió el volumen del minicomponente Nakamichi y, como poseída por el espíritu de todas las mujeres que en algún momento han gritado: “¡Libertad!”, levantó ligeramente los hombros, hundió el cuello, y comenzó a deslizarse hacia atrás al ritmo de la ilusión.

Atraído por la música alta, por las risas y por los eurekas, llegó Kiko, mi hermano menor, que a sus 16 años y con una cámara de video nueva, tenía serias aspiraciones de ser el cineasta que sacara del foso al cine nacional, y demostrando una vocación de videodocumentalista que no llegó a desarrollar, grabó el momento histórico en el que su tía y su hermana inventaban la coreografía que en 1982 titulamos “No hay vuelta atrás”, y que el pillo de Michael Jackson habría de rebautizar menos de un año después como “Moonwalk”.

III

No recuerdo si llegamos a París a fines de agosto o a principios de septiembre, lo que sí recuerdo es que el insoportable calor de verano se había ido de la ciudad y los parisinos llenaban las terrazas de los cafés luciendo su bronceado que suele ser el más marrón de todos los marrones. Tampoco olvido que al día siguiente de haber llegado, la primera plana de Le Monde anunciaba la devaluación de la moneda nacional. El franco francés, que estaba a la par del bolívar, de la noche a la mañana valía la mitad. Como viajamos con mis padres, teníamos las necesidades elementales cubiertas: pasaje, techo y comida. Con mil dólares en la cartera para gastarlos en las tiendas del barrio latino, podíamos considerarnos ricas. Ricas no, millonarias. Las propias princesas petroleras.

María Elisa usó casi todo el botín que le dio mi abuelo en su ajuar de invierno, además de sweaters de lana y pantalones de corduroy, compró un abrigo negro de Saint Laurent pret a porter que todavía recuerdo como el abrigo más bello que he visto. En cambio yo con un par de bluejeans, minifaldas para los fines de semana, una camisa Cacharel de rosas azules que todavía conservo, y una gorrita a lo Mao trés mignon que conseguí en el boulevard Saint Michael, daba por finalizadas mis compras, y más allá de lo que gasté en la rumba, que no fue mucho, y en museos y cines, que también había tiempo para la cultura, gracias a afortunados momentos cambiarios, mi pequeña fortuna sobrevivió dando para otros viajes de los que ya hablaré luego.

Pero gastar bolívares sobrevaluados en las tiendas del barrio latino no eran el objetivo de este viaje, mucho menos los museos y el cine, sino la conquista de la rumba parisina que comenzó con las discotecas de las que tanto oímos hablar. Un amigo francés de mis padres nos invitó a Chez Castel en la rue Princesse, uno de los lugares más exclusivos de Europa. La palabra “exclusivo” lo decía todo: Castel era del tamaño y estilo de nuestro provinciano Le Club. Apenas entramos en el reducido local que olía a  Le must de Cartier y cigarros Gitanes, nos dimos cuenta de que no cruzamos un océano para codearnos con la sifrinería parisina.

Decidimos probar la discoteca L’Elysée-Matignon, en la rue Matignon frente a las Tullerías, más grande que Castel y más fashion. Ahí sí nos encontramos con Estefanía de Mónaco y con el hijo de Alain Delon. Pero tampoco era lugar para que dos venezolanitas se lucieran con sus coreografías. Más que para bailar, al Elysée-Matignon iba la créme de la créme a reconocerse a sí misma.

Cuando estábamos a punto de claudicar, de dar la rumba francesa por perdida, de aceptar que nos quedaba grande, o que más bien, la habíamos sobrevalorado y no era superior a la de Caracas, recordamos la recomendación de un amigo que alguna vez oyó hablar de una oscura discoteca en un sótano en Champs Elysées, que a diferencia de Castel y de L’Elysée-Matignon, no era privada, y a la que nadie que se creyera alguien en París iría, so pena de ser visto. Decía mi escéptico amigo -como quien narra una leyenda urbana- que quienes frecuentaban Le 78 eran los puros de corazón que lo hacían por el primitivo deseo de bailar hasta que el cuerpo aguantara.

Una noche cualquiera, no recuerdo si a media semana o viernes o sábado porque en Le 78 todas las noches eran iguales, buscamos la dirección en la guía Pariscope y llegamos en Metro a un centro comercial desolado en Champs Elysées, tan desolado que pensamos que nos habíamos equivocado de sitio. Temerosas de ser asaltadas por unos yonkis franceses, nos encomendamos a Santa Cecila, patrona de la música y el baile, y bajamos por las escaleras mecánicas a un incierto destino. Caminamos frente vidrieras apagadas sintiendo el eco de nuestras pisadas, un tutuntún a lo lejos nos iba indicando el camino como los tambores africanos convocan a los de su tribu. Por fin, tras mucho andar, vimos al fondo del pasillo a un gondolero de neón que se prendía y se apagaba. Era Le 78.

Dudamos si entrar ante la pinta de cabaret de los años cuarenta del aviso, a lo mejor ya no era una discoteca, teoría que se acentuó al llegar un grupo de hombres luciendo camisas de seda desabotonadas mostrando sus pechos peludos adornados de gruesas cadenas de oro. Al pasar a nuestro lado nos gritaron entre risas socarronas: “¡Ci vediamo dentro, belle!”. Quizás estábamos a las puertas de un burdel clandestino donde los clientes consumían champaña adulterada con chicas semidesnudas encaramadas en sus rodillas. El portero del local, sintiendo nuestra duda de niñas timoratas, nos convenció en un inglés con marcado acento francés: “Come in, Le 78 it’s the best disco in París”.

Nunca fuimos de las que aguantamos dos pedidas, menos si al fondo se oía “It’s raining man, aleluya!” de The Weather Girls, así que pagamos la entrada, como 40 francos con derecho a un trago, y poco antes de la medianoche, bajamos por una escalera alfombrada de rojo hasta llegar a un enorme local cuya pista de baile era del tamaño del Coliseo romano. En el centro del techo guindaba una esfera de espejo fragmentado entre luces de distintas potencias, efectos y colores. A los lados había un escenario, dos bares con sus barras y no muchas mesas para sentarse porque al 78 se iba a bailar.

María Elisa y yo supimos al instante que el peregrinaje había terminado: estábamos en nuestra Meca.

Le 78 había sido originalmente un Music Hall, competencia del Lido y el Crazy Horse, pero no llegó a alcanzar el éxito de sus vecinos de los Campos Elíseos, imbatibles instituciones turísticas. Ante el primer fracaso, Le 78 se sumó a la ola disco eliminando las mesas a favor de la gran pista de baile pero conservando el escenario donde cada 60 minutos se presentaba un performance. Con mi mala memoria sólo recuerdo que a las tres de la mañana, todas las noches, se apagaban las luces, quedaba un foco de luz blanca sobre una media luna plateada que iba circulando por el techo de la discoteca con una espectacular diva negra a lo Grace Jones cantando con voz ronca y sensual La vie en rose. De los otros actos no recuerdo sino que había uno de vaqueros, eterna obsesión gringa de los franceses.

El público del 78 era joven, pocos superaban treinta años. Ni viejos verdes ni parejitas casadas aburridas. La pista de baile era un todos con todos donde se mezclaban diferentes nacionalidades de oficinistas, mercaderes, estudiantes, actores por ser descubiertos, peluqueros, turistas, bailarines de los music halls después de terminadas las funciones, y modelos, que entonces no eran top nada, sino obreros de la moda y la publicidad.

Entre pausa y pausa para tomarnos un cocá con citron, María Elisa y yo establecimos amistad con los habitúes del 78. Nadie nos preguntó el nombre, éramos conocidas como “les venezuelienes” y todas las noches cuando el discjockey ponía la canción de moda, “Just an illusion”, llegaba el momento por el cual trabajamos tanto en agosto: el performance “No hay vuelta atrás”. Se hacía un círculo a nuestro alrededor y nos salieron unos cuantos imitadores que no lograban dar con el truquito de deslizarse al ritmo del “uh, uh, uh, uh, ahah, illusion”.

Bailando hacía atrás sentíamos que “Les venezuelienes” nacimos para triunfar.

“Just an illusion” del grupo Fantasy, hoy lo recuerdo y me sorprendo que un tema disco pudiera ser tan profético: todo resultó una ilusión.

IV

Culminadas las idílicas vacaciones disco, mi tía y yo pasamos meses sin vernos. La oportunidad para reencontrarnos se presentó cuando el enero siguiente, Bonnie (hermana de María Elisa y mi mamá) nos invitó a pasar las vacaciones de semestre en su casa en Montego Bay. Con lo que me quedaba de mi botín, compré unos travel checks, además de llevar la solidaria tarjeta de crédito de mi papá.

Viasa entonces era “la línea aérea de Venezuela” nada que envidiarle a Pan American o Air France. Los venezolanos nos sentíamos orgullosos por la calidad de su servicio. Tal vez tiendo a idealizarla casi veinte años después de que fue llevada a la quiebra por un consorcio español, ahora que nuestra flota aérea internacional de Miami, Bogotá o Madrid, no pasa. Pero en los años 80 Viasa tenía tantas rutas que hasta volaba varias veces a la semana a Jamaica, destino vacacional al que los venezolanos no teníamos tradición turística. José Miguel, el entonces marido de Bonnie, era director de la oficina de Viasa en Montego Bay donde se coordinaban puentes para otras islas del Caribe.

José Miguel y Bonnie vivían en una casa en la cima de una colina. No era una casa grande pero tenía un hermoso jardín poblado de trinitarias con una imponente vista a las verdes aguas de la bahía de Montego.

Bonnie nos llevó a las mejores playas de ese lado de la isla, nos bañamos topless, bailamos reggae, fumamos ganja (aunque todavía creo que Bonnie la adulteró y lo que fumamos fue grama), pero a las dos semanas ya estábamos necesitadas de la vida en la gran ciudad. Gracias a la generosidad de mis anfitriones, me quedaba más de la mitad de los travel checks, y como en la UCV estábamos en vacaciones de semestre, y a las clases de María Elisa en Boston les faltaba una semana para comenzar, Bonnie sacó de un baúl un viejo abrigo beige desplumado que prestarme, José Miguel nos consiguió un buen descuento en el Hilton de la calle 54, y en febrero de 1983 despegamos de Montego a la conquista de Nueva York.

A pesar del cierre del famoso Studio 54, el midwest de Manhattan seguía siendo en el año 83 el corazón de la rumba mundial. El lugar de moda era el Xenon en la calle 43, un antiguo teatro convertido en discoteca que a finales de los años setenta se llenaba de quienes no eran lo suficientemente bellos y glamorosos para entrar en el fiftyfour. Cuando a la 54 la cerraron por problemas de impuestos, los bellos y glamorosos se mudaron al Xenon mientras el resto de los mortales pasaba horas ante el cordón rojo tratando de caerle en gracia a quienes hasta hacía unos meses les daban puerta franca.

María Elisa y yo, aunque feas no éramos, tampoco éramos unas Brooke Shields, y como ahí no había carnet ni amigo de papá que valiera, teníamos que ingeniárnoslas para deslumbrar abriéndonos paso entre el centenar de personas que se quedaban todas las noches por fuera. María Elisa lo habría logrado con su despampanante abrigo de Saint Laurent, pero yo no habría cruzado la puerta del Xenon con el desplumado abrigo de la tía Bonnie, ni del brazo de Andy Warhol.

Sintiendo el desánimo de su sobrina, mi tía me exigió que dejara la angustia, que la inseguridad cierra las puertas del Xenon. Los porteros la huelen como los caballos sienten el temor de los jinetes inexpertos. Que me quedara tranquila, ella sabía cómo se movía el cobre de la rumba neoyorkina, y me juró por el dios Baco y por su reencarnación Donna Summer, que mal rayo partiera el Olimpo del disco si ese viernes 18 de febrero les venezuelienes no bailábamos en el parnaso.

Como la entrada lo era todo, invertimos mis últimos travel checks en las tiendas del Village, sacándole partido a tener el mismo tipo y a eso que llaman el aire de familia, compramos, tras mucha ropa probada,  pantalones negros tubitos de gamuza brillante, blusas de seda blanca con hilos plateados, medias que le hacían juego, zapatos de charol, chaquetas negras de lentejuelas y un par de sombreros de mafiosos.

Viéndonos en el espejo del lobby del hotel antes de salir, nos fuimos seguras de que nuestro homenaje al Rat Pack no pasaría desapercibido en la calle 43. Y aunque el Hilton sólo quedaba a unas cuadras de la discoteca, la temperatura estaba bajo cero y ni loca podía llegar con el deshilachado abrigo de Bonnie, así que tomamos un taxi checker  para hacer una entrada triunfal que le presentara a la rumba neoyorquina quiénes éramos “les venezuelienes”.

En la cuadra del Xenon ya estaba la multitud cotidiana tratando de hacer contacto visual con los porteros, nosotras, con esa actitud de mantuana caraqueña que por encima de una solo Dios y la virgen María, nos bajamos del taxi hundiéndonos el sombrero, como quien quiere evitar ser reconocida, la multitud nos fue abriendo paso alumbradas por un halo divino hasta llegar al cordel rojo que sólo se abría para los elegidos. Me latía el corazón como si lo que estuviera en juego fuera la entrada al mismo paraíso, ¿y si el cordón de fieltro no se abría ante las venezuelienes y nos quedábamos por fuera, humilladas y pelándonos del frío? Pero mi tía sabía lo que hacía, porque sin intercambiar miradas con el portero, apenas con un ligero movimiento de cabeza, como si fuéramos clientes naturales del Xenon, cuando llegamos a la puerta el cordón rojo hizo clic, cerrándose inmediatamente tras nuestro.

Si hacía ocho meses habíamos llegado a la Meca, ese febrero alcanzamos el nirvana de las discotecas.

Sin embargo, no traspasamos la corte celestial. Dentro del Xenon había un segundo cordón rojo, el del salón VIP donde de lejos pudimos divisar al dios Apolo de toda muchacha nacida en la década de los 60: John John Kennedy, abrazado de una rubia cuyas piernas eran más largas que nuestro metro 62. Ni siquiera intentamos entrar al salón de los famosos, no éramos arribistas sociales, ni pretendíamos ser descubiertas por algún cazatalentos: María Elisa se sentía feliz en su vida de estudiante en Boston, ya dominaba el inglés y estaba pensando seriamente olvidar sus planes de estudiar Derecho en Caracas y graduarse de Liberal Arts. Yo tomaba este viaje a Nueva York como una muestra de versatilidad porque en menos de una semana regresaría a los bluejeanes raídos, a las clases de Historia de las Artes Escénicas con Nicolás Curiel, y a cantar  en los pasillos de la UCV “La era está pariendo un corazón”.

Pensar en la Nueva Trova Cubana en el Xenon era una herejía: aquel afortunado mortal que lograba atravesar su umbral, como quien deja un abrigo en la entrada, también dejaba el alma afuera porque apenas se cruzaban sus puertas, hasta el más filósofo se absorbía en una masa homogénea que latía al beat de la música disco. Ahí no había espacio para contemplaciones, ni siquiera para el descanso y la conversación casual. María Elisa y yo nos fundimos dichosas en la masa de poliéster y lentejuelas y bailamos con la intensidad de la que canta Donna Summers en su clásico “Last Dance”. Quiso el irónico destino que ese 18 de febrero fuera nuestra mejor noche, el cénit de la rumba. Bailamos como si nuestro futuro lo estuviéramos apostando en la pista de Xenon, como el ruiseñor que muere al final de entonar su más hermosa melodía, como la niña de las zapatillas rojas cuya maldición es no poder dejar de bailar. Bailamos y bailamos y bailamos, ignorantes de que nuestra vida de princesas petroleras había tomado un irreversible giro del destino.

Tal sería el aura que irradiábamos, que de repente nos dimos cuenta de que estábamos bailando codo a codo con dos estrellas juveniles: Tatum O’Neal y Michael Jackson. Tatum a los 9 años ganó el Oscar de la Academia por su actuación en PaperMoon, de Peter Bogdanovich. Diez años después, no lograba superar el rol de niña pícara. Michael Jackson, el pequeño prodigio que le cantaba a Ben, la rata asesina, acababa de lanzar “Thriller”, su segundo LP, producido por Quincy Jones. El anterior, “Off the wall” (1979) logró varios discos de platino, pero la canción que sonaba en la radio a principios del 83: “The girl is mine”, un dúo con Paul McCartney, era una balada melosa que no vaticinaba el fenómeno que habría de ser “Thriller”.

Fingiéndonos indiferentes, pudimos detallar a las estrellas juveniles: Tatum vestía de blanco, una pecosa menuda sin mucha gracia. Michael todavía no se había desteñido pero su nariz comenzaba a pasar por la metamorfosis de chata a punto diminuto. Alto y delgado, el joven bailarín –que entonces andaría por los 24 años– movía brazos y piernas con la misma agilidad que cuando era el más chiquillo de los Jackson Five. Nadie lo veía, nadie lo aupaba, en la pista del Xenon todos éramos estrellas.

Cuatro canciones bailó Tatum antes de hacerle una señal a su compañero que era hora de regresar con los VIP, justo en el momento en el que se oyeron los primeros acordes de “Just an Illusion”. María Elisa y yo, automáticamente, comenzamos a deslizarnos hacía atrás. Michael le dijo algo a Tatum en el oído, y ella se fue sola. Ahora éramos nosotras quienes sentíamos ser contempladas de reojo. Y no nos equivocamos porque en la estrofa que dice: “Only in my dreams I turn you on, here for just a moment, then you’re gone”, se unió Michael Jackson al “no hay vuelta atrás”, con una perfección como si tuviera meses practicándolo. Cuando se terminó la canción, sin un gesto de agradecimiento o despedida, salió de la pista para unirse a los Very Important People. Eran más de las tres de la madrugada. Estábamos cansadas, la noche no podía cerrar mejor que bailando con Michael Jackson. Por eso nos fuimos. Después de todo nos quedaba una semana para seguir la conquista de Nueva York.

Salimos del Xenon tarareando: “It’s just an Illusion” a voz en cuello por la helada avenida de las Américas. Ni sentíamos frío ni presentíamos que la profecía se había vuelto realidad.

V

Al llegar al cuarto del hotel, el teléfono tenía encendida la luz de mensaje. El conserje del Hilton nos avisó que mi papá llamó de Caracas. Que no nos asustáramos, que no se murió nadie, ni había ocurrido una desgracia familiar, pero que llamáramos a primera hora.

El teléfono nos despertó al día siguiente antes de las nueve. Era papá para avisarme que no usara más la tarjeta de crédito, el bolívar se había devaluado a casi la mitad de su valor, y como la situación económica venezolana era incierta, mejor regresaba a Caracas esa misma noche. María Elisa también habló con mi abuelo: se quedaría a concluir su año en Boston. El resto de su estadía universitaria quedaba tan en veremos como la golpeada moneda nacional.

Así que el famoso Viernes Negro que representó el antes y después de la Venezuela petrolera, nos agarró bailando. Fue como el final de un sueño sabroso del que una se levanta suspirando nostálgica porque era demasiado bueno para ser verdad. Ese febrero regresé a Caracas y a mis estudios en la Escuela de Arte. María Elisa volvió a Venezuela en junio para quedarse. Empezaría en octubre en la Facultad de Derecho en la Universidad Santa María. Su ajuar de invierno, espectacular abrigo de Saint Laurent incluido, no vino con ella. Al llegar la primavera en Boston, lo guardó en un depósito del college, y cuando lo fue a buscar, no estaba. Se lo habían robado. Lo que si trajo fue un cassette de betamax grabado con un programa que pasaron en la televisión americana en mayo. Era la celebración del 25 aniversario de Motown celebrado en Marzo. Aunque mi fiebre por el Disco había pasado, por educación y cariño fraternal me fingí emocionada cuando María Elisa sin preámbulos puso el cassette en el Betamax. Aunque me sorprendió que en lugar del espectáculo completo, le diera a forward hasta llegar a la presentación de Billie Jean de Michael Jackson.

Al principio me pareció una divertida casualidad que el cantante luciera un atuendo similar al que llevábamos mi tía y yo aquella noche del Xenon: chaqueta de lentejuelas, camisa bordada de hilo plateado, pantalones tubito. Hasta el sombrero negro era parecido. Su único toque personal era el guante blanco en la mano izquierda.

Cuando el artista empezó a mover piernas y caderas, pensé que éste era un intento de María Elisa para que su sobrina volviera a ser la misma de hace unos meses, quizás mis padres le habían contado que andaba con un grupo de cineastas de la universidad que me estaban metiendo ideas revolucionarias en la cabeza, que desde entonces utilizaba palabras raras como plusvalía y no pisaba una discoteca; y era verdad, la dialéctica universitaria logró derrotar la hegemonía discotequera, pero a pesar de mi compromiso antiimperialista con el pueblo latinoamericano y mi falta de motivación por la música bailable que no fuera de salsa brava, menos de un minuto después de ver a Michael Jackson en eso que mis compañeros llamarían penetración ideológica mediante el poder de la imagen, ya estaba hipnotizada meneando la cadera preguntándome si se filtraría entre los camaradas que me di una escapadita frívola y pitiyanqui a bailar en Le Club.

En cuestión de segundos sentí cómo a mi cuerpo le volvía el brillo de neón de antaño, estaba a punto de agarrar mi cartera dorada, pintarme los labios fucsia, encaramarme mis dancing shoes y gritar como David Bowie: “Lets Dance!”, cuando la mirada de María Elisa me detuvo. Algo no estaba bien. A los pocos segundos supe qué: en un solo de bajos y sintetizadores, el descarado Michael Jackson, después de insistir que el hijo de Billie Jean no era de él, comenzó a deslizarse hacía atrás, apenas unos pasos, apropiándose ante el mundo de nuestro trabajo de meses. Cuatro pasos en retroceso fueron suficientes para que “no hay vuelta atrás”, esa noche aciaga rebautizado “Moonwalk”, hiciera historia de la televisión como el baile de la década de los 80. Todos los créditos fueron a parar al genio usurpador de Michael Jackson.

María Elisa y yo no dormimos esa noche discutiendo qué podíamos hacer para que semejante robo no quedara impune. Teníamos la película que nos había tomado Kiko diez meses atrás. Podíamos buscar testigos en París que dieran crédito de las verdaderas autoras de la coreografía y demandar a Jackson por plagio, exigir reconocimiento público de nuestro trabajo y una generosa compensación, pero sabíamos que el derrumbe del bolívar con respecto al dólar era un símbolo certero de lo que sería un enfrentamiento en las cortes norteamericanas entre este par de venezolanas que se habían gastado bailando hasta el último cheque de viajero, y un artista que se había forrado de dólares bailando.

Más allá del clásico enfrentamiento entre el poderoso y el débil, que a diferencia de las películas de Hollywood, en la vida real el débil siempre lleva las de perder, María Elisa y yo a esas alturas de la vida, a punto de cumplir veinte años, no estábamos tan seguras de querer pasar a la historia como las adalides del Disco Music.

Mi tía tenía novio nuevo, un estudiante de Ingeniería Civil, buen mozo, excelente muchacho, algo conservador y con poca disposición a enfrentar la responsabilidad de ser novio de una diva de las discotecas.

En cuanto a mí, sí, estaba entusiasmada con mis amigos de la Escuela de Comunicación Social, me habían invitado a participar en la producción de una película sobre la historia de la Revolución Sandinista en Nicaragua y la noble lucha del pueblo nica contra “el águila mayor”. ¿Qué dirían mis compañeros de rodaje, conservadores en su estilo particular, cuando se enteraran de que su productora junior tenía un titilante pasado de reina de discotecas? ¿Me habrían acusado de infiltrada? ¿De agente de la CIA?

Complejos tontos de juventud que esa noche nos parecieron argumentos de peso y dimos el capítulo Disco de nuestra vida por cerrado. Estaba claro que tanto para María Elisa como para mí la noche en el Xenon fue el fin de una era, el último baile.

VI

Hoy, en el año 2010, aunque vivimos un nuevo auge petrolero en Venezuela, hay un estricto control de cambios y recién se devaluó el bolívar a la mitad de su valor. Las cosas afuera no están mucho mejor. Desde hace dos años hay una crisis económica mundial, el franco francés dejó de existir, la crisis afecta al euro. París es una de las ciudades más caras del mundo. Los Estados Unidos, en especial Nueva York, todavía no se recuperan del terror que dejó sembrado el ataque a las Torres Gemelas en el año 2002, y su economía es una de las más golpeadas con esta crisis mundial.  De Tatum O’Neal sólo sé que sacó un libro de memorias contando sus desatinos como estrella infantil, y de Michael Jackson, los escándalos que lo señalaron como pederasta arruinaron su carrera. En mayo de 2009, recién cumplidos 50 años y a punto de comenzar una nueva gira, el antiguo rey del pop murió a causa de una sobredosis de analgésicos y pastillas para dormir. A pesar del plagio, lo lloré como si se hubiera ido un amigo.

Seguimos siendo unidas María Elisa y yo, aunque nuestras familias, el tráfico de Caracas y el trabajo hacen que a veces pasemos semanas sin vernos. La última vez que viajamos juntas a París fue en 1985. Todavía estábamos solteras, pero la fiebre del disco había muerto definitivamente para nosotras. Por los viejos tiempos, regresamos a Le 78. De la Meca de las discotecas sólo quedaba el gondolieri de neón apagado y un cartel anunciando la disponibilidad del enorme local subterráneo. En 1986 María Elisa se casó con su novio ingeniero. Fui la madrina del matrimonio. Tres años después, me casé con el padrino.

Desde entonces no hemos regresado a Europa juntas. Sí lo hicimos a Nueva York el año pasado. Ya no se nos ocurre entrar en una discoteca. Con caminar, caminar y caminar por las calles de Manhattan, estamos más que contentas.

En las celebraciones familiares como el Día de las Madres, a veces coincidimos, como el domingo en que mis hijas sorprendieron a su mamá y a su madrina con una vieja grabación. Todos en la familia se burlaron de nosotras como íconos de la venida a menos generación de los 80, pero no tenemos los complejos de hace veinte años. Y sin jactarnos de haber inventado los históricos pasos de baile (¿quién nos creería?) nos enorgullecimos en silencio de nuestro “Ni un paso atrás”, y ante la petición del público: “¡Que bailen! ¡Que bailen!”, no nos hicimos de rogar, buscamos en mi I POD “Just an Illusion” del grupo Fantasy,  dándole a la concurrencia una demostración en vivo de nuestra inmensa gracia de bailarinas discotequeras.

Quisieran París Hilton y Britney Spears para un día de fiesta.

La familia se rió y aplaudió a rabiar, pero nadie se dio cuenta de que por unos minutos tuvimos diecinueve años otra vez, y al finalizar el baile, el encore de “Illusion”, nos abrazamos, mi tía y yo, gritando con orgullo lo que tardamos tanto tiempo en asumir: “¡Qué viva la música disco, carajo!”.

Adriana Villanueva 

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nalk
18 de abril, 2010

Gracias por esta belleza de retro-“cuento” lo leí con una sonrisa en la boca y un hueco en el estomago …me recordé de historias parecidas en la discoteca “Cerebro” de Madrid en la década de los 70… este domingo se perfila retro, alegre y lleno de recuerdos Gracias de nuevo

Diego Baptista
18 de abril, 2010

Muy agradable y hasta chistosa tu crónica. Busqué la canción que nombras en tu crónica y no consigo ninguna canción de los 80s con ese nombre que esté interpretada por un grupo Fantasy. Todas la búsquedas me dirigen a un grupo de nombre Imagination. Será que te jugó una mala pasada la memoria? Si no es así, me podras suministrar un link a la canción a la que te refieres? Saludos

Katyana
18 de abril, 2010

Me he divertido mucho con este relato. Saludos Adriana,

p.s. Diego, no creo que la canción exista tal y como está en el cuento ni que las chicas hayan inventado el “moonwalking”.

Feliz domingo a todos!

Julieta
18 de abril, 2010

!Bravo! clap, clap, clap!!!

@seleccionada ligia Isturiz
18 de abril, 2010

Definitivamente Adriana Villanueva es una hacedora de magia. Con esa narrativa de impecable arquitectura, me ha retrotraido a la década perdida, generando un impreciso tejido de imágenes sonidos y recuerdos que cubren una divina – no sabenos cual – anécdota o i lusión. Otra vez, gracias.

Diego Baptista
18 de abril, 2010

Lo del invento del moonwalk, claro que no, pero pensé que al menos la canción si tenía un referente real. Por cierto, que el moonwalk tampoco fue invento de Michael. Ya la gente negra que bailaba en la calle con sus boombox, hacía este paso. Y si vamos más atrás pudieramos ver, aunque sin la rítmica música, a Marcel Marceau realizar este paso cuando simulaba tratar de caminar en contra del viento.

I Lived
18 de abril, 2010

Buen revival Adriana de una época gloriosa en música y diversión al top, la vivida en la Caracas de la Lechuga, la City, el Barbu, la Crazy, NY-NY, Gypsy, y de los NYres y Europas…. pero creo en NY no bajaste mas allá de la 100, en área latina, para bailar con el Fannia de Willie, Cheo, Maelo y Héctor en el Casablanca y sus otros lugares buenísimos de salsa del Bronx.

Miguel
18 de abril, 2010

Una vez que empiezas a leer, sientes que la historia te atrapa y entras a formar parte de ella. Me sentí como un espectador de primera fila. Excelente…

Adriana Villanueva
18 de abril, 2010

Gracias a todos por tan generosos comentarios. Diego tiene razón, hay un gazapo: la canción Just an Ilusion es del grupo Imagination, aquí les dejo el link por si quieren entrar en época: http://www.youtube.com/watch?v=WsYUW2mZu1Q

miriam osorio
18 de abril, 2010

Adriana, leo esto y me muero de risa.. definitivamente, tú y María Elisa vivieron las historias de muchas de nosotras aunque se nos caiga la cédula…., pareciera que soy yo la que narra y que María Elisa es Clara, Elena, Cecilia o María Dolores que tuvimos la misma suerte de vivir esa epoca y poder rumbear en USA y Europa, eso me llena de orgullo y no de pena como a otros que creen que haber viajado y rumbeado en el exterior es cuestión de ser “vendepatria”, pues lo seré y nadie me puede quitar lo “viajado y lo bailado”.. me sentí protagonista de tu historia, un millón de gracias por un recreo mental entre tantos problemas que vive nuestro país…..

miriam osorio
18 de abril, 2010

Ay Dios se me olvidó mencionar a mi compañera de tantos años de rumba y amistad MARIELENA, no me mates!!!!

Maria Elisa Guevara
18 de abril, 2010

Que recuerdos!!!!……Lo disfrute muchiissimoo, tenemos que pensar volver a Paris a si sea a caminar!!!!

miriam osorio
18 de abril, 2010

Jajaja no me habîa dado cuenta que mi pana Diego habÏa escrito por ahI, el mAs disco de todos mis amigos, el terror del citihall solo que no lo confiesa ahhhh y tiene un archivo musical envidiable .. Sigo sonriendo con este relato y la vivencia, yo estuve ahì, como dije soy otra Adriana con otras MarIas Elisas feliz tarde de domingo lluvioso

Juan Nagel
20 de abril, 2010

Santa Cecilia, patrona de las rumbas, ora pro nobis…?! Genial.

Abraham J. Quijada
24 de abril, 2010

Increible tu recuento de unos años, con matices alegres, en el que todos disfrutabamos una epoca que sinceramente añoro, sin la crisis politica y economica que a todos nos afecta. Te agradezco este momento de alegria!

María Eugenia Díaz
24 de abril, 2010

Excelente. ¡Qué bella manera de contar como la devaluación nos cambió la vida! Me reí mucho con esta historia que es, en realidad, para llorar. A la autora, además de darle las gracias, le digo solamente una cosa: NADIE NOS QUITA LO BAILAO.

María Angélica Jiménez
26 de abril, 2010

No tengo palabras! Recuerdo esos cuentos que tantas veces me contaron y yo sentía entre admiración y envidia, pero de la buena. Hoy siento la misma admiración pero por lo que escribes. Te felicito!!

SUSOLAMENTE
16 de julio, 2010

Me encanto!!!!!! que bien !!relatado los detalles, lugares, tiempo, muy bueno, mi gran pasion es bailar, esta narracion con su simpleza, me ubico en tiempo y espacio, y nada…….fue un gusto leerte Adriana ! como me gustaria escribir asi!!! Felicitaciones

Perolator
28 de agosto, 2012

Me encantó tu relato, Adriana. Lo único de lo que dudé fue de la canción “Illusion” que ciertamente, era del grupo “Imagination”. Mi adolescencia no fué tan dinámica como la tuya pero me sentí muy identificado con tu relato. Que Dios te bendiga y te cuide.

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