Domingos de ficción

El rostro de Eva

Cuento de Octavio Vinces

Por Octavio Vinces | 28 de marzo, 2010

Estaba convencido de que Eva era, con una gran ventaja, la más atractiva de las mujeres que solían asistir a las fiestas que ofrecía mi madre en nuestra quinta de la avenida Anauco. No sólo por esa belleza suya, tan serena y pertinaz, sino además por la clase y la elegancia con las que se conducía por la vida, cualidades que, a decir verdad, resultaban poco comunes entre las damas de nuestra comunidad.

Yo era hijo único y mis padres se habían divorciado un par de años atrás. “Tienes que apoyar a Sarita, está sola y eso nunca es bueno para una mujer de su edad”, me encargaba el bonachón de mi padre cada vez que lo visitaba en su joyería de La Francia (a su casa de Los Chorros iba muy poco), evidenciando de esa manera la extravagante mezcla de vehemencia y sentimiento de culpa que formaba parte irrenunciable de su personalidad. De cualquier manera yo sentía que lo mejor que podía hacer por mi madre, dadas nuestras circunstancias familiares, era comportarme de manera solícita en sus cada vez más frecuentes fiestas, donde invariablemente hacía las veces de bartender y mesonero.

No la pasaba mal en aquellas reuniones. Normalmente era la única persona del sexo masculino que estaba presente, pero eso era un detalle que las asistentes pasaban fácilmente por alto —tal vez porque todavía era un adolescente y la mayoría me conocía desde niño— y entonces podía relajarme y distraerme a mis anchas escuchando los cuentos y fanfarronerías de ese grupo de mujeres adultas y solitarias. Había mucho rencor en sus discursos particulares, eso era cierto, pero también bastante sentido del humor y, sobre todo, abundantes dosis de irreverencia. Supongo que algo similar a lo que pasa en ambientes como los de las peluquerías o los salones de belleza, donde las mujeres tienden a distenderse y hablar en demasía, pero con el añadido de que en este caso se tomaba realmente mucho alcohol. Tengo la impresión de que en los años setenta las mujeres de Caracas se sentían suficientemente liberadas para beber con bastante desafuero. Aprovechaba de esa situación para probar las recetas de cocteles que yo mismo me inventaba. Combinaba licores diversos con jugos naturales o con aguas gaseosas. El de ginebra, jugo de naranja, Coca Cola y ginger ale, con un toque de Curaçao, era uno de los favoritos. Dana, una mujer pelirroja y nariguda, que había quedado viuda con dos hijos varones, lo bautizó en mi honor con el absurdo nombre de “Jacobito”.

“Eres un buen chamo, Jacobito, siempre tan noble con tu mamá. Ojalá que mis hijos sean como tú”, me alabó Dana, ya bastante borracha, la noche en que se le ocurrió la peregrina idea con que pretendía perpetuarme: “Creo que mereces que ese cocktail tan sabroso se llame como tú”. La verdad es que mi nombre no es Jacobo. Me llamo Isaac, como mi abuelo paterno. Jacobo era el nombre de mi padre, pero por alguna razón que todavía me resulta inexplicable varias personas de la comunidad —las más adultas, sobre todo— me llamaban Jacobito.

Eva nunca probó un Jacobito, ni ninguno de mis dudosos cocteles. Solía beber vino blanco muy frío, siempre a un ritmo moderado. Se reía mucho con las ocurrencias de las otras mujeres, conversaba animadamente de temas diversos, aunque tengo la impresión de que nunca de nada verdaderamente personal. No tenía hijos y su ex esposo —un cardiólogo del Hospital de Clínicas— la había dejado por una de las enfermeras de su equipo, una mujer goy y quince años más joven.

A estas alturas creo necesario confesar algo muy personal: a pesar de ser judío por los cuatro costados, no estoy circuncidado. Mi familia paterna adquirió la costumbre de no realizar el berit milá a los varones neonatos desde la época de los pogroms del imperio ruso. Gracias a esa sabia decisión, buena parte de los varones Lubitsch salvaron el pellejo durante los años de la invasión nazi a Checoslovaquía.

Una noche de sábado, en medio de una de aquellas fiestas, observé que Eva estaba sentada sola y en un extremo del salón, como si tuviese la intención de marcar distancia con el resto de mujeres. Vestía impecablemente y cruzaba las piernas con su gracia habitual, aunque era notorio que esta vez llevaba más joyas que las habituales. Una de las amigas de mi madre había caído rápidamente en una poderosa borrachera, gracias a la ingestión de unos cuantos Jacobitos, y relataba con innegable comicidad algunas intimidades de su matrimonio ya deshecho. La atención de todas estaba centrada en ella, pero no la mía. Quise pensar que Eva buscada transmitir algún mensaje especial esa noche y que, más allá de su belleza y su elegancia, se trataba de una mujer sola y vulnerable. Mis hormonas de mancebo urbano comenzaron a crepitar. No sé cómo, ni por qué —siempre he sido tímido para estas cosas, más aún a esa edad— tomé la decisión inverosímil de acercarme hasta ella y abordarla:

—Hola, Eva —le dije. Sentía que las carcajadas de mi madre y sus amigas hacían que mi saludo sonara tímido e insulso.

—¡Isaquito! ¿Cómo estás, mi niño? —Eva pareció alegrarse al percatarse de mi presencia. Nunca antes habíamos sostenido ningún intercambio de palabras que pudiera ser calificado de diálogo. Que me hubiese llamado por mi nombre verdadero, aún utilizando ese ridículo diminutivo, me parecía una señal positiva—. ¿Me regalas un poco de vino blanco, cariño?

En el acto la obedecí y fui a llenar una copa que ella se iba a beber de un par de sorbos. Seguidamente la estiró hacía mí, con natural actitud de diva. Decidí que lo mejor sería traerme la botella dentro de un cubo lleno de hielo.

—Está chévere la fiesta —le dije sintiendo la necesidad de hacer algún comentario.

Eva me pidió más vino blanco.

La mujer ebria comentaba a voz en cuello que su ex suegra mantenía el juego de sofás de su casa forrados con un plástico transparente. “¡Siempre fue una pichirre!”, gritó y las demás mujeres estallaron en una carcajada feroz.

—Mi suegra nunca me quiso —dijo entonces Eva, mirándome con una intensidad que me inhibía. Por un segundo sentí que iba a ser incapaz de producir alguna respuesta adecuada. Seguidamente me preguntó—: ¿Sabes por qué?

—No —respondí.

—Porque nunca pude darle un nieto. Por eso.

¿Cómo no quererte a ti, Eva?, pensé en decirle, pero no se lo dije. En cambio volví a rellenar su copa.

Las mujeres seguían celebrando las anécdotas de la bufona de turno.

—Y seguramente hasta tú ya sabes lo que pasó ahora, ¿verdad?

No me resultó agradable el tono súbitamente irritado que empleó al hacerme esa pregunta. Lo de “hasta tú” sonaba degradante y despectivo.

—No sé nada de nada.

—Ya lo sabrás. Mejor de mi boca que de la de alguno de los chismosos que por aquí abundan —Me pareció que estaba aludiendo a mi madre y las demás mujeres presentes en aquel salón. Luego soltó—: El cabrón de Beni acaba de tener un bebé con su enfermera. Un bebé varón. ¿Qué te parece?

Permanecí en silencio. Recordé que el bonachón de mi padre siempre me decía que uno nunca debe perder la oportunidad de quedarse callado. La amiga de mi madre, ya imparable, se había colocado un pañuelo en la cabeza e intentaba parodiar a la madre de su ex marido, entremezclando palabras en español y en yiddish.

—¿Y sabes qué? —continuó Eva sin esperar mi respuesta—: Esa mujer podrá ser más joven que yo, pero nunca va a ser como yo. ¿Tú me entiendes, verdad?¿Tú crees justo que se le haga algo así a una mujer como yo?

En ese instante me detuve a observar el rostro de Eva. Me pareció armonioso, perfecto. Sin duda se trataba de la mujer más bella que jamás había pisado nuestra casa.

—No, definitivamente no —me atreví por fin a responderle.

Escuché una voz desarticulada que clamaba por un Jacobito. Pensé que podía tratarse de mi madre o de cualquier otra mujer prescindible. Decidí hacerme el desentendido.

—Pero no sabes lo peor —me dijo entonces bajando el tono de su voz—: La enfermera se convirtió, al bebé ya le celebraron el berit milá.

Eva empuñó su copa. Más que enfurecida o indignada, se veía triste, desolada.

Las voces reclamando mi atención parecían multiplicarse.

—Yo nunca lo tuve… —le dije entonces tal vez creyendo que esa revelación podría servirle de algún consuelo.

—¡¿Qué?! —me preguntó visiblemente confundida—. ¡Pero si yo estuve en tu bar mitzva!

En ese instante mi madre se acercó hasta mí y golpeó suavemente mi espalda. Dos Cubalibres, me ordenó señalando a dos de sus amigas. Otra mujer, que se me parecía a una de las hermanas de Kafka, me suplicó que le sirviera un vaso de Etiqueta Negra con hielo y soda. Tuve que dejar sola a Eva.

Cuando terminé de servir los tragos intenté buscarla, pero ella ya se había marchado.

Nunca más volví a verla. Poco tiempo después de aquella fiesta me enteré que se había casado con un abogado norteamericano, rico y viudo, y que se había marchado a vivir a Brooklyn.

Hace unos días una anciana elegante y muy delgada pasó por el “Jacobito”, un negocio de Coral Gables donde intento armonizar mi gusto por los libros y la música con mi afición por los cocteles. La escuché comentar a una de las encargadas que vivía en Naples y que, pese al buen clima y la tranquilidad, no dejaba de extrañar el bullicio de las ciudades grandes. Su acento era indiscutiblemente caraqueño. Compró un disco y un par de libros y se retiró.

Por unos segundos quise vislumbrar en esa mujer extraña el rostro de Eva, y hasta pensé en ofrecerle una copa de vino blanco. Pero finalmente descarté esos pensamientos y opté por seguir preparando un Apple Martini.

*******

Fotografía: Mr. T in DC

Octavio Vinces 

Comentarios (25)

Camila M.
28 de marzo, 2010

Me gustó este cuento. El tiempo, la soledad y la tentación de rescatar un pasado.

Mariela Garzón Hasting
28 de marzo, 2010

El final me pareció too much easy pero no cuesta nada pasarlo por alto tomando en cuenta el delicioso ritmo que lo precede. Es una estampa bellamente escrita la de las doñas abandonadas y borrachas, tan bellamente escrita que casi le sustrae el terror que debe de producir un momento como ese.

Gabriel Payares
28 de marzo, 2010

Un buen tono, sin duda, y el ritmo apropiado para una narración muy sabrosa; pero un final apresurado, débil y gratuito. Aplaudiría si el autor retomase la escritura de este cuento y lo llevase por los caminos que pide a gritos: la revelación erótica del joven a manos de la mujer madura. Edipo en Israel.

Valeria Ocando
28 de marzo, 2010

Ay, a mi me arrullo el final. Pobre niño. Facil puede ser la conclusión, pero de ahi a pedir reescritura!! yo les digo, hay que bañarse en calma con jabon de humildad. Se sabe que gran parte de las teorías de Freudd ya son caducas, entre esas el Edipo. Esto es más bien la pelicula Señora Robinson 2010 sin desarrollo y resolucion

Mariela Garzón Hasting
28 de marzo, 2010

¿Y cuándo le van a publicar un cuento al joven Payares en los domingos de ficción? Me gustaría ver qué clases de finales nos ofrece y hasta qué mitos podría rescatar.

Gabriel Payares
28 de marzo, 2010

He ahí el problema de la sinceridad: lo sienta a uno en el banquillo de los acusados. Lo que dije arriba es mi humilde y sincera opinión, escrita para compartir con el autor mi lectura, libre ejercicio de ese tan mentado y manoseado derecho a la libre expresión. Habrá quien la comparta, y habrá quien no; eso está bien, no pasa nada. Al final, la única voz decisiva es la del autor, lo que él piense. Pero para eso se expone uno: para que los demás opinen. Y yo lo hago con todo respeto y amor por las letras nacionales. Poco importa aquí lo que opinemos de Freud, y menos importa aún lo caducas o actuales que estén sus “teorías” (o literaturas, para algunos); lo importante es el cuento expuesto y lo que podamos decir de él para contribuir, dar una crítica constructiva, o simplemente compartir lo que se pensó de la lectura. Pero nada, para que no se me acuse ahora de envidioso, de resentido, de terrorista, de mestizo, de quién sabe qué cosas más, me adapto, con el comentario superfluo y adulatorio de rigor:

“Perro, Octavio, tremendo cuento. No tiene desperdicio. Una joya.”

Ah, y enviaré un cuento a Domingos de Ficción cuando tenga algo nuevo y bueno que compartir, que esté a la altura de lo ya expuesto en la columna (y no excluyo este mismo relato, que como dije, posee grandes virtudes). No desesperéis: ya habrá chance de siquitrillarme, si es que no lo hay ya. Pero si tanta es la necesidad de vindicar el atrevimiento de mi opinión, pues es tan fácil como buscar mi libro en una librería y desguazarlo. Que para eso es que uno publica: para que lo lean.

¡Salud!

Antonio
28 de marzo, 2010

Muy delicioso el escrito. Lo leí con interés y deleite

mamifunk
28 de marzo, 2010

Me encanto, quiza el final ha podido ser mas apasionado. Pero eso fue decision del autor y punto. Muy pero muy bueno.

Nélida Martínez F.
28 de marzo, 2010

Muy bueno el cuento!muestra varias facetas: cultura de una raza,los sentimientos, el amor, la decepción y tristeza, la atracción y los cambios que nos trae la vida.

Eduardo Mujica
28 de marzo, 2010

Realmente me pareció un buen cuento, felicito al autor, me mantuvo entretenido e interesado hasta el final.

Luis Miguel Rebolledo
29 de marzo, 2010

Un cuento magnífico. Una historia bien contada, ágil, imaginativa, que se lee con delectación y que deja un sabor grato en el paladar de quienes se adentran en esta saudade acicateada por una pasión juvenil. Por fortuna para la literatura, Vinces pertenece a una generación de nóveles escritores latinoamericanos que ha reivindicado la tradición de la narrativa como arte de contar historias con estilo vanguardista y originalidad, en las antípodas de cierta literatura artficiosa y esnobista que en los últimos años ha inundado los estantes de las librerías.

Lisandro
1 de abril, 2010

Desde hace unos meses leo Prodavinci y considero este portal como un buen intento por dar a conocer las firmas nacionales. Me parece muy acertada su existencia. No obstante, creo que al país lo sigue aquejando un mal antiguo: la autocomplacencia, el mirarse el ombligo, la euforía colectiva sin detenerse a reflexionar. Somos buenos, somos buenísimos, somos la vaina más arrecha, etc. Esto nos hace una comarca, bastante provinciana, girando sobre su propio y ególatra eje Hace falta crítica y ésta no puede ser solamente complaciente. Hacemos cosas buenas, mediocres y malas, es una cuestión natural. Así que me parece muy valiente el comentario de Gabriel Payares al emitir un juicio a partir de su lectura. Su crítica sobre el último cuento publicado en este portal no es ni feroz ni malintencionada, de hecho es una crítica constructiva. Expuso (con el derecho sagrado que tiene todo lector) lo que le gustó y lo que no le gustó del cuento. Y esto lo sabe apreciar todo autor que se respete. Mis saludos para Gabriel y Prodavinci.

Alonso García
1 de abril, 2010

No entiendo qué es lo que causó escozor en la opinión de Payares. A mi parecer, lo que demuestra con su lectura es eso mismo, su lectura. No más. ¿O acaso todo lo que se publique en Prodavinci es bueno, brillante, una joya? ¿Y los espacios para la disensión que rabiosamente reclamamos todos los días, una asamblea equilibrada, un sistema de justicia imparcial, la libertad de expresión sin amenazas? Ocurre, lamentablemente, que no siempre damos en el blanco, no siempre acertamos, no siempre lo que decimos, escribimos, opinamos, tiene el consenso general. Ocurre que a veces necesitamos que nos señalen nuestros errores, nuestras flaquezas, nuestras debilidades. En una democracia empobrecida, como la nuestra, la crítica, constructiva o no, siempre resulta injustamente señalada, acusada. Si Payares expresa su opinión sobre un cuento, sea complaciente o feroz, no tiene por qué responder con un cuento “perfecto”. Una cosa es el narrador, otra muy distinta el crítico. ¿O es que acaso a todo crítico serio debe exigírsele su respectiva obra literaria? Lo que me recuerda, por cierto, que en una pequeña polémica en que participamos cada uno, con su postura cada uno, sobre una selección, una muestra de la poesía venezolana aparecida en una revista digital mexicana (Círculo de poesía), a propósito del criterio de selección, Payares me dijo que en lugar de criticar lo que yo tenía que hacer era ponerme a escribir poesía, algo así, no recuerdo si el que lo dijo fue él o su amigo Villarino. Con lo cual queda demostrado que de contradicciones también estamos hechos, y haremos uso siempre de la postura que mejor nos convenga según las circunstancias. Para opinar sólo hace falta leer, ¿o no? Saludos

Alonso García
1 de abril, 2010

Mis disculpas por mi irresponsabilidad al no cotejar quién fue el que me “mandó a escribir” en la polémica de Círculo de poesía. No fue el joven Payares, por demás talentosísimo y coherente. Mis disculpas públicas por semejante calumnia malhabida. Espero sepa excusarme. Saludos.

Luis Moreno Villamediana
3 de abril, 2010

Tengo la impresión de que Vinces procuró de antemano ser breve. En el cuento hay el asomo de varias cosas que me hubiera gustado ver desarrolladas. En principio, está la idea de esa comunidad judía caraqueña de los años 70, que se adivina muy rica y llena de particularidades que la literatura venezolana no ha mostrado. No estoy pidiendo rasgos exóticos, sino el ahondamiento de un mundo que en este relato se asume como necesario. Además, Vinces pierde la oportunidad de darnos la parodia de la ex suegra que mezcla el español y el yiddish. Los lectores de Bellow y Philip Roth la hubiéramos agradecido. ¿Se imaginan ese discurso heterogéneo, titubeante, que bordea en lo ilegible? Yo sí, y le pediría a Octavio Vinces que nos lo dé en el futuro. Por último, el hecho de que Isaac no esté circuncidado se diluye un poco. Como han indicado varios comentaristas, el final parece apresurado, como si no se atreviera a encarar lo que el propio cuento ha planteado. Soy un arrogante, es cierto, y un atrevido: veo el asombro de Eva ante el joven desnudo a quien nunca le celebraron el berit milá (una escena de humor que también ha quedado en el limbo). Al fin y al cabo el propio Vinces hizo de ese detalle una constante.

A quien solicita que la crítica de un cuento se haga con otro cuento, le pido que vislumbre las consecuencias de ese disparate. A la salida de una sala de cine, James Cameron les responde a quienes dicen que Avatar les pareció una mala película que hagan la suya propia. ¿Quién es el valiente que se va a poner a recaudar dos mil millones de dólares para rebatirlo “adecuadamente”? Me imagino quince o veintiséis millones de personas solicitando la presidencia de una república como única manera de ser serios en el ejercicio de su opinión negativa. En ese vertiginoso infierno, todos debemos ser chefs, profesores, choferes de autobús, funcionarios públicos, jugadores de fútbol, economistas, sastres, joyeros, electricistas, albañiles, médicos, policías… O eso, o mudos y mutilados.

Valeria Ocando
3 de abril, 2010

Ok Luis, muy acertada la posibilidad Bellow/Roth, pero lo de Cameron no puede estar más lejos; no tiene nada que ver con lo que hablamos aquí. Aca somos todos amigos en persona. Los foros son democracia, el dragon de las mil caras de las gentes. Asi, estan los que critican y se dan el tupe de aconsejar, sin darse cuenta que cuando publiquen sus propios relatos, Moreno Villadiana y Payarés sus dobles los criticaran y aconsejaran, como dice Luis, con el talante “arrogante y atrevido”.

Carlos Villarino
3 de abril, 2010

Muy curioso que se me mencione en una discusión de la que no participo. Saludos cordiales a los litigantes.

Gabriel Payares
3 de abril, 2010

Yo no sé, pero no termino de entender los argumentos de la Srta. Ocando, de quien, además, no soy amigo en persona, ojo. Así que cuidado con esas generalizaciones. Y me parece que no entendió el ejemplo que se le ofrecía con James Cameron, relea, no le dé pena. Ahora, sobre lo de ser leídos y criticados, ¿hay mayor honor para alguien que pretenda escribir literatura? Pobre de aquél que se calle sus comentarios y críticas, porque mañana se las puedan hacer a él. Ese es el camino a la mediocridad, entre otras cosas de nombre mucho más feo y altisonante. Y si lo que se quiere es mostrarle a los compinches un cuento del que no se está muy seguro, pero se quiere recibir el espaldarazo, pues para eso existen las cartas, los emails y otros métodos para compartirlo. No se publica. Lo que se publica se exhibe, y es susceptible de la crítica como cualquier cosa. Estoy seguro de que el autor lo sabe y lo entiende muy bien. Lo peor de todo es que no es él quien se queja (considerando su trayectoria, estoy seguro de que estaría de mi lado en la discusión), sino sus ¿amigos?. Flaco favor le hacen.

Valeria Ocando
3 de abril, 2010

Bueno bueno, cuando el rio suena es porque trae piedras, y tambien los que se sientan aludidos no reclamen si ajì comieron. Hay de malo en genelarizar la amistad?, disculpeme de antemano amigo Payarès porque quizas se malentendio mi cometido. Considereme entre sus admiradoras ademas. Si hay honor en comentarios criticos, aprovecho de felicitarle por su publicacion premiada, y ademas extenderle mi impresion de que el cuento Timbalero es grande y se nota del que narra el manejo del genero musical salsa muy poco. La mediocridad, me temo, es otro cantar: es pretender cambiar lo que hay en orden imponer “lo que yo considero que es”. No olvidemos que hablamos en torno a un hecho estetico, un relato. A nadie le importa si le digo en publico a Octavio, Octa, cambia el titulo por otro mejor. “para eso existen las cartas, los emails y otros métodos para compartirlo. No se publica. ” ¿Cual es el afan de mostrarnos en esta vidriera con los colmillos del critico que no acepta? ¿De cuàndo aca el critico le dice como escribir al escritor?

Alonso García
3 de abril, 2010

No puedo estar más de acuerdo con Payares, Villamediana y Villarino. ¿Por qué se tiene que estigmatizar la discusión y la crítica? ¿Por qué una percepción honesta y argumentada se tiene que cargar de negatividad? Ciertamente, el camino de las letras, en este país particularmente, está lleno de “grandes” escritores que reciben espaldarazos a diestra y siniestra. En el mejor de los casos salen de escena en medio de un silencio que perpetúa su ausencia. No se habla más de la obra del “amigo”. Los que, por otro lado, levantaron polvo y pólvora al menos no pasaron en vano. Por eso digo ¡bravo! por el cuento de Octavio, que al menos levantó una polvareda en su tránsito por Prodavinci, polvareda que sin duda muchos autores aplaudidos y congratulados hubieran deseado para sus cuentos, ego aparte. Saludos

Camila Mendoza
3 de abril, 2010

Pregunto con sinceridad, en relación con los últimos comentarios que se han hecho: ¿que gana el autor con esos comentarios?¿que ganan los lectores del portal?. Ya la cosa parece haberse tornado innecesariamente personal, y, si es así, hay otros sitios donde dirimir ese tipo de diferencias. Ojalá se retomara la discusión original sobre la validez de críticar o no, e incluso, de hacer sugerencias al autor de un cuento como el que leímos, es decir, ojalá se retomara la discusión sobre las ideas, sobre la literatura y la crítica literaria y nuestra experiencia como lectores, que es lo importante. Entonces allí me gustaría dar mi opinión.

Gabriel Payares
4 de abril, 2010

Agradezco, Srta. Ocampo, los comentarios sobre mi modesta escritura, aunque creo que no es éste el espacio para hablar de ella, sino de la del autor que nos concierne. De la misma manera, no comparto su extraña definición de mediocridad, que parece más similar a la de autoritarismo que a la que maneja el DRAE. Pero para no extender la polémica más de lo debido, y que no se piense que esto se trata de asuntos personales (hablo por mí, claro está), le insisto en que si “a nadie le importa que le diga a Octavio (…) cambia ese título y pon otro”, entonces no veo por qué salió Ud. a reprimir las opiniones que expresé sobre el cuento en un principio. Yo opino como lector y desde mi modesta experiencia como escritor, vamos, lo que mejor me parezca sobre un cuento publicado. Y eso, duélale a quien le duela, es lo que se debe hacer. Una recepción absolutamente adulatoria y conformista no sirve para absolutamente nada, ni al autor, ni a la crítica, ni a nadie. Es el puro gesto onanista. Así que yo sigo prefiriendo la opinión (que no Crítica -con mayúscula, es decir, la institución-: confunde ud. los términos, y por lo tanto también la labor del crítico de literatura) frontal, sincera y constructiva, y así espero siempre que sean recibidos mis escritos. Lo demás, señora mía, poco me interesa.

Aprovecho de invitar a Camila a opinar libremente, y le extiendo mis disculpas si he derivado la discusión a terrenos menos fértiles. Por mi parte, pienso que está bien que se discutan estas cosas, y que haya debate. Ojalá lo hubiera más, y sobre todo en nuestro escueto medio literario.

Un saludo a todos.

Luis Moreno Villamediana
4 de abril, 2010

Lo que debía ser el recuento de las riquezas y/o debilidades del cuento de Octavio Vinces innecesariamente se convirtió en una acumulación de prohibiciones. Releyendo los comentarios que señalan variados desacuerdos, no veo en ellos un ánimo asesino: no se sustentan en el descrédito ni en la malacrianza. Las declaraciones de satisfacción tampoco me parecen sospechosas, porque no son ciegas manifestaciones de la supuesta, incomparable grandeza de una obra. Supongo que el onanismo y la decapitación entraron luego, no sin motivo, cuando comenzó a discutirse qué podíamos considerar aceptable como crítica del cuento. En esto, lo fundamental para mí es refutar la idea de que la crítica es un género perverso, reducible al “tupé” y al descaro; prefiero verla como una forma de diseño y reacomodo que nos permite leer cada texto como una fuente de sentidos (contradictorios, parciales, convincentes o no). La noción de que un cuento, un poema, una película o un baile sólo aceptan como reseña otro cuento, otro poema, otra película y un baile paralelo me parece igualmente errónea; sugiere que cualquier modalidad distinta es, por definición, repugnante. Me gusta pensar en la crítica en los términos en que Walter Benjamin pensaba en la traducción: como la sobre-vida de la obra, como una forma de perpetuación que, paradójicamente, puede terminar. Lo que se ha dicho acá quizá no tenga nada que ver con eso, pero al menos se puede afirmar que el mero comentario puede dar indicios de lo que apunté al comienzo: riquezas, debilidades, y un montón de cosas en el medio. No está mal, si se piensa… Gracias a Octavio Vinces por su enorme paciencia y por el rostro de Eva.

Cristina Olivetti
5 de abril, 2010

MUY BUENO. “El rostro de Eva” logra intrigarnos, ese final “apresurado y debil” segun leo aqui que alguien opina es simplemente coherente con la fuerza que transmite el relato al principio, lo balancea, nos hace vivir la penitud del deseo del protagonista, su platónica relación y su natural declive. En mi inexperta opinion “gratuita” hubiese sido la consumación del deseo carnal, a mi los finales predecibles y hollywoodenses no me dicen nada, este cuento tiene morbo y trasfondo suficientes para dejarnos con una sonrisa y hasta para desatar esta pequeña polémica, el autor debe estar muy complacido y divertido.

Francisco Miyagi
29 de agosto, 2010

Muy buen manejo de la tensión – sin hacerla textualmente explícita – uno se mete en la piel del adolescente ansioso, luego diálogos justos, y los cortes de la reunión/fiesta que se entrometen entre las líneas no solo le dan el ambiente sino que además aumentan esa misma tensión. Todo coronado por una espera morbosa que termina en coitus interruptus, buenísimo, nos quedamos con los crespos hechos, es el toque de la realidad que estrella de bruces contra el piso las fantasías febriles de mocoso calenturiento (que muchos seguimos teniendo), sin caer en el esquema efectista de “realidad de porno”, donde seguro el chiquillo terminaba de amante de la “MILF”. Comentario rotundo y final: esperamos más cuentos del autor.

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