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Los escritores y la publicidad

Algunos buenos escritores colombianos trabajaron como creativos en publicidad, pero a la hora de escribir sus obras literarias supieron separar la paja que vende cervezas del grano que en principio no vende nada, aunque a veces venda miles de libros. Muchos hemos trabajado en oficios que no nos gustan para poder hacer lo que más nos gusta: escribir.

Ayer me sorprendí y me sentí antiguo: tres jóvenes escritores que aprecio y admiro por sus obras aparecieron en el centro de un publirreportaje de eltiempo.com, promocionando un nuevo modelo de todoterreno, algo que en mi generación no se hubiera hecho sin merecer la cólera de los colegas y los batacazos de la crítica, cuando la crítica existía.

No me escandaliza saber que lo hacen para ganarse lo que no se ganan con la venta de sus obras literarias. Los escritores hacemos a veces cosas deleznables para ganar el tiempo libre que nos permitirá escribir obras con propósitos admirables, pero si somos burócratas no hacemos la apología de la burocracia.

Álvaro Cepeda Samudio concibió una frase (“sin igual y siempre igual”) para que se vendieran cervezas, pero no hay una sola línea de su prosa que huela a la amarga espumosa que fabricaba su amigo Santo Domingo ni una sola foto que lo muestre metiendo la cabeza en un barril. Tampoco lo hicieron los poetas Jotamario Arbeláez y William Ospina, ex copies de publicidad.

No encuentro vergonzoso que los escritores dediquen parte de su tiempo materialmente productivo a la publicidad. Me inquieta el futuro de escritores que escribirán sus obras con el doble propósito de vender un producto y convertir en tema literario lo que escriban para vender la mercancía. Las únicas empresas que no promocionarían sus productos usando a los escritores serían las fabricantes de prestigiosas bebidas alcohólicas: la literatura está más llena de borrachos que de conductores de rallies.

Supimos que van a emprender rutas diversas y a escribir cada uno un cuento gracias al auto que busca posicionarse en el mercado. Veremos quién corre más, ellos o el auto. El texto de la promoción habla de Jack Kerouac y On the Road, novela mítica de los “embaretados” muchachos de los 50. Y no era necesaria la cita: nadie compra un carro con la marca de prestigio de un libro.

Esta incomprensión, repito, me hace sentir un poco viejo, pues ya no tengo vara para medir las pasiones rodantes de mis colegas. Si existiera algún crítico ingenioso les desearía suerte en la aventura. Por mi parte, deseo que los relatos escritos por “los tres mejores escritores de Colombia” duren más de lo que tardará el auto en hacer su primera visita al mecánico.

Creo en el talento literario de estos tres muchachos, pero me mueve la curiosidad de saber si les van a pagar con plata o en especie. Fui jurado en el evento que eligió a dos de ellos entre los 39 escritores jóvenes de América Latina, menores de 40 años. Los envidio por los viajes y el carro, más que por lo que escribirán en esa travesía.

Disiento del publirreportaje cuando cita Los autonautas de la cosmopista, el libro de Julio Cortázar y Carol Dunlop. Ellos no viajaban en un carro veloz y nuevo como este. No querían tampoco hacerlo. Viajaban en una cancana que rodaba lentamente y hacía paradas placenteras a lo largo de la autopista París-Marsella. Ese viaje no sirve para promocionar carros veloces sino para renegar de los que existen y de quienes confunden rodar con viajar.

Supongo que el ejemplo de estos escritores va a sentar las bases de un mercado del que había estado alejada la literatura. Van a ser pioneros, no de una nueva prosa narrativa, sino de una actividad que unirá en matrimonio indisoluble al revulsivo estético de la obra literaria con el interés en vender marcas de lujo.

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Imagen: Philipp Klinger