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Los domingos por la nochecita

1. Ya a comienzos del siglo XXI, cuando la movilidad de mamá había sido mermada por las incontables operaciones de rodilla y los más de sus días transcurrían recluida en nuestra casa, en lo alto de San Bernardino, los paseos que hacíamos en carro, los domingos al caer la noche, devinieron su contacto terminal con aquella Caracas que se le tornaba irreconocible. Una vez que las ya escasas visitas dominicales se habían marchado; concluida la siesta entrecortada, que la ayudaba a sobrellevar los antibióticos y los diuréticos; cuando no había crisis de la gastritis recurrente o de otras dolencias, salíamos en esas horas crepusculares que mamá siempre llamó “la nochecita”, cuando la resolana no era ya pesada para ella, y el tráfico para mí resultaba soportable.

Mientras la enfermera de turno se aprestaba con los botines ortopédicos y la cartera a la que mamá no renunciaba, como imitando a su admirada reina Isabel de Inglaterra, el placer de la excursión comenzaba para mí con la elección del vestuario que ella comandaba desde la cama, en gesto señorial y presumido que yo aprovechaba para regresar a los profundos compartimentos de su escaparate de caoba. Con algo del regodeo fantasioso de personajes infantiles de Picón Salas y Antonia Palacios entre las pertenencias maternas, allí hurgaba yo, como Pablo o Ana Isabel, entre los vestidos de popelina estampada, los blusones de organza o algodón y los pantalones de lino; como postrera ofrenda para su vejez recoleta, muchos de ellos se los había traído yo mismo de las colecciones veraniegas de John Lewis y El corte inglés, entre otras tiendas por departamento de aquella lejana Europa que mamá nunca conociera.

El breve ajetreo que precedía a esa vespertina salida dominical me recordaba en algo nuestras idas de compra al centro caraqueño durante mi infancia en los sesenta, cuando recién nos habíamos mudado a la quinta en San Bernardino; sólo que entonces íbamos en los verdiblancos autobuses de a medio, marca Fargo o Bluebird, los cuales se adentraban por la avenida Urdaneta hasta la esquina de Carmelitas, mientras que ahora partíamos en uno de los compactos carros Toyota que tuve desde mediados de los noventa, con andadera o silla de ruedas en la maleta, por vías que se suponían más expresas y modernas.

2. Entusiasmándose mamá porque íbamos a “dar una vuelta” allende San Bernardino, las más de las veces tomábamos por la Cota Mil hacia el este; tan pronto lo hacíamos, como en una letanía de aquellas nonas dominicales, siempre se quejaba ella de los tramos oscuros y deteriorados, por contraste con la flamante avenida Boyacá que había conocido, recién inaugurada, a comienzos de los años setenta. Abandonábamos entonces la autopista en el distribuidor de La Castellana o Altamira, que siguen siendo aquellas urbanizaciones elegantes a las que las encopetadas hermanas y amigas de mamá, casadas con ejecutivos pudientes o políticos destacados, se habían mudado desde los sesenta, mientras nosotros permanecíamos cerca del centro y los abuelos. Debido acaso a aquel éxodo hacia el este que de niño se me antojara un cisma familiar – con resonancias metropolitanas que de adulto leería yo en Los Riberas, de Briceño Iragorry, o en El exilio del tiempo de Ana Teresa Torres – en casa crecimos mirando a aquellas urbanizaciones como lo más popof de la Caracas burguesa. Por ello, si bien sectores de éstas mostraban ahora algo del deterioro capitalino del siglo XXI; aun cuando muchas de las señoriales quintas a lo Mujica Millán habían dado lugar a edificios más anodinos, todavía mamá notaba, cuando bordeábamos la plaza Altamira, que conservaba la holgada elegancia distintiva del urbanismo de Luis Roche.

Desde la inauguración del Metro, la después llamada plaza Francia había pasado a ser uno de los espacios públicos más urbanos de la Caracas de los noventa, emblematizando con su obelisco, como una pequeña Concordia, la prosperidad municipal de Chacao. Aunque no nos bajáramos en la plaza debido a la minusvalía de mamá, podíamos confirmar la animación de aquel enclave cuando nos deteníamos en las pastelerías de los alrededores, como La flor de Castilla o Los nietos, a comprar los cachitos de queso y los pastelitos de manzana que mamá solía cenar los domingos, o el pan de jamón que ella gustaba probar en varios sitios desde antes de diciembre, por ser más abundantes en sus rellenos. Y tanto disfrutábamos de aquella escena tan urbana que más de una vez nos vimos envueltos, inadvertidamente, en las protestas y disturbios de 2002 y 2003, cuando mamá no alcanzaba a comprender, como tampoco yo mismo a explicarle, la violencia política que atravesaba aquella Caracas escindida y polarizada.

3. Algunas veces nos adentrábamos más hacia el este a lo largo del Ciempiés, o hacia el sureste por la autopista de Prados, en las que mamá disfrutaba de las vallas y anuncios encendiéndose en la nochecita. Por contraste con la lobreguez de muchos distritos como La Florida y La Campiña, comentábamos que el iluminado paisaje publicitario que se divisa desde las autopistas, realzado en navidades con la decoración de edificios y avenidas, era una de las postales sobrevivientes de la difunta modernidad caraqueña. Embelesaba a mamá sobre todo la gran valla de Savoy en Bello Monte, así como los anuncios sobre los empequeñecidos rascacielos de Plaza Venezuela, que ella recordaba con fijeza de los tempranos paseos motorizados en los Mercedes de mis tías primero, y en el Vauxhall y el Renault de mis hermanos mayores después. Ahora cuando pasábamos y entreveía, al lado de las siempre arqueadas letras de la Polar, la esfera de Pepsi y el pocillo de Nescafé, entre otros iconos publicitarios sobre las torres, decía mamá que aquello parecía más bien una merienda, replicando a la dudosa comparación que hacía yo, todavía envuelto en mis recuerdos londinenses, de la Plaza Venezuela como el Picadilly Circus caraqueño.

En nuestros domingos por el sureste nos aventurábamos a veces hasta La Lagunita, adonde enriquecidos parientes y amistades habían partido en los años iniciales de la Venezuela saudita; entonces, recordándome el recato de los personajes del centro que visitaran las villas de El Paraíso en la aburguesada Caracas de La Trepadora, mamá contemplaba las altivas mansiones ajardinadas con la reserva de quien no pasara de señorear una modesta quinta en San Bernardino. Tal como tantas veces oyera de papá y mis tías en las tertulias sabatinas de otrora, le parecía que esa ostentación mostraba el subdesarrollo que aquejara al país saudita, empeorado ahora en la Venezuela roja que ella creía sería diferente. Y ese drama contrastante se nos confirmaba, al regreso, atisbando las barriadas como Santa Cruz del Este, desbordadas detrás del Centro Comercial Concresa, a la vera de la autopista; “para muestra un botón”, me decía con tristeza, señalando con sus dedos entumecidos a aquellos rancheríos que, según ella, no habían hecho sino crecer después de que tumbaran a Pérez Jiménez.

4. A menudo retornábamos hacia el centro pasando por Candelaria, parroquia a la que mamá estaba ligada desde que allí residiera de señorita con sus padres, de Manduca a Ferrenquín, como una suerte de Ana Isabel, una niña decente, hasta que casara con papá en la iglesia frente a la plaza. Tanto como la oscuridad de ésta en nuestros paseos dominicales, le impresionaba la desolación de la capilla del Corazón de Jesús, espléndida en la época en que sus hermanas mayores habían celebrado allí sus nupcias, en el apogeo gomecista de mi abuelo; pero ahora apenas asomaba como otro de los clausurados monumentos de la avenida Universidad, donde campean los ventorrillos y las fritangas que, como señalaba mamá, le dan el aspecto arrabalero de un postrer campamento de provincia, a pesar de estar incrustada en pleno centro de la capital roja.

Después de ser por años aquella parroquia residencial de su soltería, La Candelaria de los inmigrantes mediterráneos devino el distrito comercial que mamá utilizara hasta finales de los ochenta, como afanosa doñita vecina de San Bernardino, para hacer sus compras de embutidos y especias, de quesos y pescados; sobre todo del bacalao que ofreciera a sus hijos y nietos como gran manjar de los almuerzos dominicales, según receta heredada de los conserjes portugueses del primer edificio que habitáramos. Por contraste con aquel animado paisaje comercial que yo recordaba de mis excursiones infantiles con mamá, el cual actualicé cuando inauguraran el metro Parque Carabobo en 1983, con mis visitas frecuentes a la librería Soberbia y los cines Apolo e Imperial, nos impresionaba ver ahora esa Candelaria sucia y deteriorada, con la basura desbordada de los restaurantes y las vendutas improvisadas de los mercachifles, que ni siquiera los domingos daban tregua a los peatones.

Culminando ya la “vuelta”, como mamá gustaba de llamar a nuestro paseo, en la cerrada noche dominical, entrábamos de nuevo en San Bernardino, generalmente por el sur que desemboca en la avenida Vollmer, donde ella todavía buscaba en vano alguna que otra tienda de la época en que salía de compras hacia la Urdaneta. A pesar de la tristeza que, veía yo, le causaba la suciedad y el deterioro caraqueños, no obstante la lobreguez y el abandono que alcanzaba a ver en sus entrañables parroquias del centro, siempre se reconciliaba con la vegetación exuberante y la brisa que se cuela por las tardes en San Bernardino, como anunciando ambos la tutelar presencia del Ávila. Con el arraigo capitalino de las matronas patricias de Blanco Fombona y Díaz Rodríguez, era ese retorno a su casa y urbanización solariegas, notaba yo, de los pocos solaces que le quedaban a mamá, entre las semanas achacosas y cansinas, hasta la vuelta del próximo domingo por la nochecita.