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Cómo entrarle a Marx

Como cualquier escribidor de hoy en día, hacia 1857, Karl Marx escribía artículos para pagar las cuentas. Sí, el celebrado formulador del materialismo histórico también se daba a “matar tigres”, venezolanísima expresión originada probablemente en el sub mundo de los músicos nocturnos y que amplía su semántica a otros oficios como el de escribir, y que –aviso al lector foráneo—significa cumplir encargos esporádicos y apremiantes, fuera de toda regulación tarifaria o contrato.

Buena parte de los egresados de las facultades de humanidades del país, tarde o temprano, por muy académicos que sean, terminan por adentrarse en las estepas donde aguardan los “tigres”, generalmente famélicos y en vías de extinción. Los intelectuales, como nunca antes, son parte de esa acertada categoría marxista “el ejército industrial de reserva”. Y mientras esperan para entrar en acción pues gastan pólvora no en zamuros sino en los felinos de marras.

Vuelta a aquel pionero del “matatigrismo” contemporáneo, Karl Marx, que mientras hacía sonar levemente las pestañas entre los volúmenes del Museo Británico, aceptó un encargo de “ganapán” para usar el vocablo decimonónico, de parte de Charles Dana, editor del New York Daily Tribune, del que nuestro personaje era colaborador para escribir una entrada de su New American Cyclopaedia. ¿El ítem? nada menos que la vida y obra de Simón Bolívar.

Afanado como estaría por extirpar las entrañas de la economía capitalista entre los polvorientos lomos de la British Library, Marx imperdonablemente zanjó el encargo sin seguir las reglas de todo buen enciclopedista, no muy diferentes a las del periodista decoroso: consulta de fuentes diversas, constatación, cruce de información y, en la medida de lo posible, testimonios vivos.

El resultado: Marx tuvo la desfachatez de firmar un libelo prejuiciado y calamitosamente eurocentrista que muy mal parado dejaba al hijo dilecto de Caracas, aderezado el escrito con no pocos epítetos desdeñosos. Mal documentado, inconexo y despectivo, el texto resultó inadmisible para míster Dana, que decidió no publicarlo. Para empezar, el alemán asignaba a la entrada de su “artículo” antes que el segundo apellido, el tercero de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, éste reemplazado por Ponte. Marx detestaba al héroe suramericano en la lejanía del espacio y el tiempo, al punto de referirse a él en una carta a su amigo y colaborador Federico Engels como el “canalla más cobarde, brutal y miserable”.

Excúsese el anterior preámbulo para advertir que no es ese articulillo, inédito hasta que los comunistas lo desempolvaran en 1936, la mejor oferta para el inicio en la lectura de ese grafómano que fue Karl Marx.

Uno suele toparse en algunas bibliotecas domésticas con los tres tomos de El capital, la obra capital, valga la redundancia del historiador y filósofo. Pero es conseja, no difícil de creer, que pocos, muy pocos lo han leído completo.

Consúltese entonces a quienes sí han leído con moderada dedicación la obra del que alguna vez habitara en el actual Soho londinense, en el número 28 de la calle Dean, donde todavía algún peregrino se detiene ávido del genio desvanecido.

Aníbal Romero, destacado politólogo venezolano, irreductible liberal, es el menos prejuiciado a la hora de recomendar la lectura del “Marx más genuino”:

“En primer lugar hay que leer el Manifiesto Comunista, donde queda demostrada la fuerza del capitalismo y su capacidad transformadora… Allí leemos que: ‘Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras’”.

Romero aconseja abordar también el prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política en donde al autor asienta: “El modo de producción de la vida material condiciona en términos generales el desarrollo social, político e intelectual de los grupos humanos. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino que es su ser social el que determina su conciencia”. Se expresa así el determinismo de Marx, muy discutible a criterio de Romero.

Ibsen Martínez, que para pergeñar su más reciente novela El señor Marx no está en casa (Norma, 2009), no se quedó conforme con el Marx de sus mocedades militantes por lo que hurgó no pocos documentos sobre la vida y obra del genio. Por ello reivindica sobre todo la faceta de historiador de El 18 brumario de Luis Bonaparte. De ahí se ha extraído la tan manoseada cita, exégesis de Hegel: “Todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces (…) una vez como tragedia y la otra como farsa”.

En el mismo texto, Marx observa que la palabra socialismo servía al sector más reaccionario de entonces para estigmatizar las reivindicaciones más liberal-burguesas: “Ya se trate del derecho de petición o del impuesto sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad de comercio, de los clubes o del reglamento municipal, de la protección de la libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado, la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está siempre preparado y reza invariablemente: ¡Socialismo!”

Martínez previene que mucho del Marx de los marxistas tropicales está infectado de las malas traducciones.

Joaquín Ortega, profesor de la Escuela de Ciencias Políticas (UCV), hace honor a su otro oficio, el de escritor satírico, al proponer su propio mapa del marxismo: “A Marx nunca le entré de caletre, y eso que para muchos era catecismo. Simplemente me detuve en los rasgos que me hicieron descubrirlo como un tipo difícil, militante, muchas más veces terco que conciliador, y casi siempre ególatra, grafómano y flojazo para las tareas domésticas (…)Por eso me gusta el Marx mal hablado y picapleitos de la Gaceta Renana, el destructor de mecanismos democráticos de la Crítica del Programa de Gotha, el  antihegeliano ¿hegeliano? de la Ideología Alemana. Me gusta el Marx sicoanalizado por Slajvo Zizek –gordito, buen diente, sexualmente ejercitado, de buena digestión. Me cae bien el Marx  amigo de Engels, útil hasta más allá del compadrazgo. El Marx de la trinidad mercancía, dinero, mercancía. El Marx sustituido y antedatado de editorial Progreso. Ese es el Marx que al final me hizo transliterar mi esencia diaria, haciéndome entender que somos parte de un ejército industrial de reserva. Al endiosado Marx, paz a sus restos, y a la gente que sigue pegada en su nota, les recuerdo, que ser marxista es como decir que sólo una película es buena o que las mujeres venezolanas son las más bellas del mundo”.

Y digo yo, antes que en los que creyeron interpretar al gran pensador alemán y lo vertieron en manuales de praxis vengativa y totalitaria, tal vez el Marx más esencial se halle entre las líneas escritas por su yerno, Paul Lafargue, autor de ese opúsculo idealista titulado El derecho a la pereza.

Allí se propone la liberación del hombre del trabajo entendido como esclavitud cosa que, por supuesto, no ha tenido ninguna constatación histórica porque el socialismo real es un sistema casi esclavista. Si uno se sumerge en el Marx más profundo se llega a constatar que lo que él proponía era una utopía irrealizable. La grandeza de Lafargue fue escribir una suerte de devaneo intelectual acerca de las teorías de su suegro que, aunque suena como una sátira, no lo es.