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Atravesando el laberinto

Obrigado demais, L., pela delimitaçãos

En Caracas es raro ver motos con placas. Menos si a su conductor lo acompaña un indeterminado aire de cuidado-y-te-equivocas. En tales casos la placa la lleva dentro de su cartera, lista para adosarla en la cara del primer ingenuo que, por creer en la Biblia o en la Constitución, haga observaciones indebidas.

Y ese aire de cuidado-y-te-equivocas tiene sus niveles: desde el puro amago hasta ese superlativo representado en unos tipos con caras de no saberse un chiste, galopando hermosísimas BMW de alta cilindrada, sin titubeos ni escrúpulos, dirigiéndose prestos a resolver eso que eufemísticamente se conoce como “asuntos de seguridad del Estado”. Al verlos atravesar las calles en sus silenciosas motos de Max Steel, a los más jóvenes se les activan las glándulas salivales y a los más viejos se le erizan los vellos de los brazos.

Como el que ve a la Muerte pasar frente a la puerta. Porque de seguro viaja en moto.

Desconociendo el viejo pacto de los semáforos (por si un motorizado está leyendo: verde es paso, rojo es alto), mototaxistas, mensajeros, repartidores, cobradores, atracadores, policías, se abren paso entre carros, peatones y montañas de basura a contravía, por mínimos espacios entre vehículos detenidos y la acera, o por la acera misma, como si de no detenerse nunca dependiese el girar de la Tierra.

En el mundo del laberinto representan el peligro que no se ve venir. Los autobuses son Gigantes, los carros son Arbustos y los camiones, Monstruos, según explicó un día Andrea a su mamá. ¿Y las motos? Serpientes, respondió la niña muy seria.

Y así se veía, desde un poco más de un metro de altura, la feroz avenida que cruza todas las mañanas con su mamá desde hace seis años. Ganar la otra acera era una aventura colmada de riesgos, imprevistos, rugidos y fugas, como toda aventura que se precie de tal. Todavía la sigue usando. La nomenclatura, claro, porque con la avenida no tiene alternativa. Ojo, allá viene una serpiente, advierte. Después del arbusto cruzamos, calcula.

Hay serpientes de serpientes. Uniformados o de civil, los policías van en sus motos pensando en sus negocios. Debo pasar por donde el portugués, repasa uno mentalmente rodando entre buhoneros y pasajeros que saltan de improviso de los buses. Me le voy a poner serio porque la semana pasada me rebotó, decide. De ahí paso por la tienda de celulares a buscar el depósito, y del banco me voy a la casa *. Absortos y hastiados del calor y del humo, incapaces ya de ver las miles de pequeñas faltas que se cometen en torno suyo y convierten a Caracas en una babel de ruido, violencia, desconfianza y mala fe. Faltas que van alimentando gota a gota ese tsunami que en cualquier momento caerá sobre nuestro valle, redimiéndonos al fin, poniendo orden a este viejo entuerto que acaso tuvo solución cuando sus nobles límites eran la quebrada Catuche, el Guaire, el Ávila y la Roca Tarpeya.

Mariela tiene 35 años. Tiene una hija de doce y un poco menos de ese tiempo de divorciada. La inteligencia de su hija es su gran orgullo. El capítulo con el marido, su peor chasco. Todos los días, desde hace seis años, una rutina la sujeta a la vida como el dinero al poderoso: Se levanta, se baña, despierta a Andrea, prepara el desayuno que se llevarán, se viste y salen a retar a la vida en ese campo de juego que es la calle.

El primer hito es ganar la acera opuesta. ¿Sencillo? La pasarela está a doscientos metros. El semáforo, un poco más allá. Y el Laberinto minado de Serpientes. ¿En qué estarían pensando los planificadores encargados de que su vida fuese, ya a las seis y treinta y cinco minutos de la mañana, una ruleta rusa cotidiana? Las estadísticas son escalofriantes. De ahí el stress. De ahí la cosmogonía del laberinto. De ahí el sentirse triunfantes ante el simple hecho de colocar sus pies en la otra acera. Triunfantes, y agotadas.

Pero no se queja. Sabe que podría vivir en Guarenas. O en Cartanal. O en San Antonio de Los Altos. O hasta en Maracay, como uno de sus compañeros de trabajo. Tan sólo doce estaciones del Metro y lleva a la hija al colegio, y con seis más ya está en la oficina desayunando. Sabe que es una privilegiada. Quejarse sería una descortesía para con los que ya tienen un par de horas rodando cuando ella apenas abre los ojos a un nuevo día.

Atravesando el calendario escolar como un explorador lo haría por un territorio hostil, Mariela y Andrea cruzan el laberinto día a día para llegar intactas al otro lado. Día a día, sintiéndose veteranas de una guerra que expresa sus bajas en cifras que rondan el millar cada año. Un millar de milagros anuales, durante seis años.

Y así Andrea culminó su sexto grado.

Esa mañana de domingo corroboró aquello que afirma que la ansiedad es el despertador más eficaz. Se bañó, se vistió, se perfumó y hasta decidió peinarse ella misma, frente al espejo. Metió las puntas superiores de sus orejas debajo del cabello (ya se sabe, las chicas y sus complejos) antes de apretar con firmeza la cola que se hizo. Después del acto, las vacaciones, pensaba. Y después, eso excitante y lejano que se llama liceo.

Esa mañana de julio no era para ir en Metro. Apenas se detuvieron frente al laberinto se sintieron con suerte: Un taxista les tocó corneta desde el otro lado, esperándolas. Andrea se aseguró de que la vía estuviese despejada y se bajó de la acera.

No tuvo tiempo de entender que esa espléndida mañana caería su tsunami personal. Un aturdimiento precedió al susto y este al dolor. Voló unos segundos para aterrizar aparatosamente, sin aire, un par de metros más allá. Su inmaculada blusa blanca se manchó del rojo que salía de su boca. Las manos resultaron inútiles para contener tanto color. Junto al aliento recuperó el audio, y escuchó su propio llanto y los gritos de Mariela. Se preguntó si todavía estaría durmiendo.

(Si era así, debía despertarse, porque ese día sería el acto de grado.)

La Serpiente rodó un par de metros antes de caerse estrepitosamente, haciendo rodar a su conductor, quien apenas tuvo tiempo de mirar la escena que provocó unos metros atrás. Una niña de unos doce años se incorporaba llorando asustada, con la blusa y la cara ensangrentadas. Una mujer joven la auxiliaba mientras recogía del piso algo pequeño que debía ser muy valioso. La Serpiente, con su algo esquivo de cuidado-y-te-equivocas, recompuso sus partes y, dando dos o tres patadas a la palanca que hace accionar el motor, alzó vuelo devenida en gárgola, para perderse entre los recovecos del laberinto.

El taxista, un viejo fuerte y sesentón de guayabera y gorra, se bajó del carro y cruzó la calle corriendo, pensando cuál sería el hospital más cercano. Menos aturdida y más asustada, Andrea pudo sentir el grito de cada uno de sus huesos. El taxista la cargó mientras le decía a Mariela que en quince minutos estaban en un hospital. Andrea nunca había cruzado el laberinto desde el aire. El taxista no cobró la carrera.

Días después, desde el hospital, Andrea incorporó los Héroes a su cosmogonía.

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* Los más modestos. Los realmente ambiciosos se meten en asuntos serios, como secuestrar gente, manteniéndola retenida en la comisarías.