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Fellini en Barcelona

Tengo la suerte de poder ir con frecuencia a Barcelona. Las líneas aéreas económicas me han convertido en un integrante del “Easyjet-set” europeo. Salgo el jueves y regreso el martes, sin maletas, y no pago más de setenta euros, menos de un día de trabajo. Ademas, mi mejor amigo desde hace más de veinticinco años y cómplice cinematográfico vive en la ciudad condal desde hace ya bastante tiempo. No descarto que mi posibilidad de escapar de Berlín en febrero y la suya de salir de Barcelona en agosto, cuando el calor, la humedad y los turistas transforman a la ciudad en un verdadero infierno, tenga mucho que ver con la longevidad de nuestra amistad. Cuando llego, no tengo que ver mapas ni romperme el coco pensando dónde comer ni qué hacer. Es como llegar a mi segunda casa. Sé con seguridad que cuando entre a Pollos Venecia, el mejor restaurante peruano del mundo, Franklin el mesonero me recibirá con una sonrisa y una mediana para darme la bienvenida. Barcelona es una ciudad infinitamente más bella que Berlín, con mejor comida, el Barça,  mejor clima, y, además, la mar salada. Si Berlín no fuera lo que es y las condiciones de vida fueran allá lo que son aquí, no tendría problema en cambiar de domicilio. Pero las cosas son como son y esperaré que la fortuna me sonría para comprarme un apartamento con vista a la mar en la Barceloneta y pasar los momentos duros del invierno en el barrio que bautizamos como nuestra Macuto en el Mediterráneo.

Como comenté en la anterior entrega, fui a Barcelona a participar en una muestra de cine en pequeño formato. Como sospechaba, era una verbena familiar llena de aficionados al super 8, excéntricos, para usar un término elegante, frikis, para decirlo a lo español. Puristas que se ofendieron un poco al ver que para hacer nuestros cortometrajes habíamos digitalizado el material. En todo caso, me enorgullece decir que la película fue bien recibida y esperamos poder hacer algún día una muestra en Caracas.

Aproveché el lunes, mientras mis amigos trabajaban, para visitar una exposición dedicada al gran Federico Fellini en el Caixa Forum, el centro cultural de la Obra Social Fundación “la Caixa”, la fundación privada más grande de España y la quinta del mundo, hija, como su nombre lo indica, de la Caixa d’Estalvis i Pensions de Barcelona, el tercer banco de España. El trabajo que hace esta gente es verdaderamente admirable. Financian programas sociales, de medio ambiente y ciencia, culturales, educativos y de investigación. En el 2008 contaron con un presupuesto de 550 millones de euros para estos fines

La exposición, creo recordar haber leído, estuvo hasta hace poco en el museo Jeu de Paume en París y lleva el título “Federico Fellini. El circo de las ilusiones.” Es una colección de fotos, prensa, bosquejos y caricaturas, material grabado durante los rodajes de sus películas, y entrevistas al director y a sus colaboradores. El espacio es inmenso y el material exhaustivo, la visita puede durar entre dos y tres horas, depende de cuánto leamos y cuántas entrevistas escuchemos. Para cualquier admirador del cineasta y me imagino que también para curiosos espontáneos, es una visita increíblemente entretenida e instructiva. Además, como todo en el Caixa Forum, es gratis.

Fellini es uno de los grandes. No creo que nadie ponga en duda esa afirmación, pero además, entre los grandes es un caso aparte (aunque probablemente todos los grandes son un caso aparte). Su tono es único, si me permiten el cliché. Es bárbaro y estilizado, excéntrico y familiar, intelectual y accesible, increíblemente divertido y no menos trágico, exagerado y sencillo, circense y lúgubre, conciliador e irreverente. Difícil lograr esa cantidad de oximorones para describir la obra de cualquier artista. Por esa razón cineastas tan dispares, como Ingmar Bergman y Terry Gilliam, no dudan en incluirle en su Olimpo personal.

Si alguien me preguntara a qué cineasta me hubiera gustado ver en acción, o en qué rodaje me hubiera gustado estar presente, respondería que en cualquier película de Fellini, y no es porque siento que hubiera podido aprender mucho, sino por lo bien que la hubiese pasado. En mi opinión, Fellini es un caso tan aparte, que no creo que podría aprender mucho de él. Su talento era muy suyo, casi instinctivo, y se tradujo en un estilo imposible de emular sin caer en la imitación mediocre. No sé si fue Truffaut o Chabrol el que escribió que mientras una de las grandes virtudes de Orson Welles era cómo capturaba una escena por medio de todas las posibilidades que le ofrecía la cámara, Fellini se concentraba más en los que ponía frente a ella. Algo que es muy cierto, porque era mucho menos un camarógrafo de lo que era Welles, pero trabajó siempre con directores de fotografía del más alto nivel, por lo que en su obra tenemos lo mejor de los dos mundos. (Con lo que no quiero menospreciar al director de Touch of Evil, que contrariamente a lo que escribe sea Chabrol o sea Truffaut, no se quedaba atrás con las situaciones que ponía frente a la cámara, basta ver la primera escena de la mencionada película para convencerse.) Fellini escribe en algún lugar, o cuenta, porque todos sus libros, a pesar de estar en primera persona, son conversaciones recogidas por periodistas, que no pensaba que la cámara estuviera ahí para guiar la escena sino para seguirla, por eso le daba importancia capital a lo que escenificaba.

A pesar de haber trabajado con muy buenos guionistas, entre ellos un joven Pasolini, consideraba el guión un mal necesario. Le parecía que anclaba la película, limitaba sus posibilidades. Por eso prefería grabar el sonido después, durante el proceso de montaje, lo que le permitía cambiar en la historia lo que le pareciera necesario. Le pedía a los actores que contaran hasta quince con cara de circunstancia y después hasta ocho con cara de desesperación. Ni los actores ni nadie sabía lo que iban a decir. Además, sentía que memorizarse los díalogos era una preocupación innecesaria para los actores que podía influir negativamente en la soltura que buscaba.

En la exposición lo vemos en acción. Cientos de fotos lo retratan junto a sus actores y colaboradores, dando indicaciones, enseñando lo que busca, comiendo, bromeando, cantando, dibujando, bailando, caminando como una puta culona, enseñando a Mastroniani a usar el látigo, tapando al camarógrafo con su abrigo, riendo a carcajadas, sonriendo, haciendo muecas, siempre divirtiéndose enormemente. Parece un niño en el circo, en su circo. Y si pensamos que durante muchos años tuvo a Cinecittà a su disposición, eso es lo que era. Pocas veces en la segunda mitad del siglo XX un director genial, increíblemente original y arriesgado ha contado con una maquinaria de esas dimensiones para responder a cada uno de sus caprichos. Tarkovsky lo tuvo por un tiempo, probablemente Kurosawa también, pero no muchos más. Muchos fueron absolutamente libres, pero la libertad les reducía los medios, lo que muchas veces tuvo resultados inmejorables, como en el caso de Bergman. Cinecittà era un Hollywood para pobres, pero Fellini no le hacía falta más. Alguna vez dijo que no sabía lo que hubiera hecho si alguna vez le hubieran dado ochenta millones de dolares, no hubiera encontrado en qué gastarlos sin hacer una película de seis horas que nadie hubiera visto. No necesitaba más, tenía lo que quería y lo gozó a su manera. Orson Welles, para hacer Citizen Kane, tuvo a Hollywood a sus pies, y después nunca más. Fellini tuvo casi toda su vida su circo personal.

El resultado fue una de las obras más entrañables del siglo XX. En opinión de Kundera, una obra que logra a través de un incomparable nivel de fantasía el viejo programa-deseo de los surrealistas, la fusión del sueño y la realidad. A partir de 8½, Fellini parece haber olvidado cualquier pretensión realista, parece haber evitado la separación del conflicto interno y externo. Su obra se fue pareciendo cada vez más a un juego, un juego en el que a través de imágenes y situaciones casi inconcevibles, muestra a un hombre que no es separable de sus deseos y sus miedos, de su entorno y de sus pensamientos, todo lo que le ocurre, adentro y afuera, queda a los ojos del espectador. Este balance lo han logrado muy pocos y en Fellini parece fácil.

En sus memorias, Bergman le rinde a Tarkovsky uno de los homenajes más bellos que he leído, un homenaje que como aclara el sueco más adelante, se aplica igualmente a Fellini. En su opinión, el ruso es el maestro de todos precisamente porque “se desenvuelve con absoluta naturalidad en la habitación de los sueños. No explica. ¿Además, qué es lo que podría explicar? Es un espectador, capaz de poner en escena sus visiones usando un medio que es a la vez el más difícil de manejar y el más servicial. He pasado toda mi vida tocando violentamente la puerta del cuarto en el que él se mueve con naturalidad. Sólo algunas veces he asomado la cabeza.” Fellini, dice más adelante, se mueve en los mismos campos que Tarkovsky. La visión que estos maestros nos dan de la vida, muestra mucho más de lo que la mayoría podemos ver.