Artes

El azar de lo que somos

Libre Lectura

Por Joaquín Marta Sosa | 17 de febrero, 2010

Lo que hace interesante a un novelista, y en general a los creadores del tipo que sea, es que lleguen a crear una “marca de autor” y que al encontrarnos con ella sepamos inequívocamente con quien vamos a dialogar en el silencio de la lectura. Desde luego, en lo que digo hay una condición implícita: que esa marca se exprese en obras de calidad si no indiscutible (¿hay algo indiscutible en esta vida, o en las otras si es que existen?) sí difícil de negar. Paul Auster (New Jersey, 1947) es uno de ellos. Su sello de autor consiste en retar al azar como explicación de cualquier biografía, en rechazar determinismos por encima de la individualidad que todos somos, a excepción de ese incierto y vaporoso que el acaso y los albures nos deparan.

No, en sus relatos novelescos no se trata de un indiscriminado torrente de casualidades que van cayendo como granizo sobre gentes y sucesos, sino de una que resalta de manera absoluta de entre todas las demás. Tal es la razón que permite escribir (ese azar pudo ser otro, pudo dar lugar a una biografía radicalmente diferente) y explorar desde la novela el arte de contar las múltiples historias que pudieron ocurrir dentro de aquella que ciertamente ocurrió, conformado así el Deus ex machina poético, el mito motor narrativo.

En el caso de Invisible, su novela más reciente, el mito fundante de la historia así como de la biografía y peripecias de los personajes, es la presencia de un fantasma que impregna a dos de ellos que, a su vez, lo contagian (el espectro que los asedia a lo largo de años) a todos aquellos que se le acercan y, de hecho a la totalidad de la saga que se nos cuenta: “un fantasma que ha crecido en otra dimensión, invisible pero respirando, respirando y pensando, pensando y sintiendo, y lo han estado siguiendo desde su muerte a los ocho años, durante más tiempo del que llegó a vivir…”. En efecto, la muerte del hermano pequeño de Adam Walter y de Gwyn, marca sus vidas de un modo crucial y definitivo, así como sus relaciones con todos aquellos que por alguna razón ingresan en sus sentimentalidades. Vidas que discurren en un mundo donde “hay más poesía que justicia” escribe Adam en su intento de novela (¿o biografía trucada?) en el que viene a ser un toque de atención sobre el asunto que subyace en la obra, es decir, la reflexión sobre la novela misma, sobre sus propósitos y pertinencia en este mundo nuestro cuyo dominio está en las manos poderosas e insensibles del azar.

Así, la novela que intenta Walter, que a la muerte de éste Freeman se esfuerza en concluir, y a la luz de las confesiones de su hermana Gwyn y de otros personajes posteriores (Cécile, Hélène) o simultáneos (Born), revela que el vivir está mucho más delineado por los deseos, por las imaginaciones, por las deformaciones que por las verdades irrefutables de los hechos. Hay más incluso: eso que se nos presenta como fantasmagorías o reescrituras mentales de los sucesos no sabemos con certeza invulnerable si son sólo éso o si por el contrario tienen una carga, acaso completa, de factualidad más que de suposiciones tomadas como verdades por esa discrecionalidad tan propia de nuestra gran traidora, la memoria. Confusiones e incertidumbres son el cañamazo de la vida gestada, precisamente, por el azar (si Andy no hubiese muerto tan tempranamente, ¿qué vida hubiesen vivido sus hermanos y todos los demás que se toparon con ellos en alguna encrucijada de sus tiempos?).

De allí que esta novela no pueda sino estar escrita a tres o cuatro manos (según incluyamos o no al propio autor), se desplace entre lugares variados y muy alejados entre sí, persista a lo largo de décadas y aún al final no resulte nada seguro que todo quede cerrado para siempre y para alivio del destino. Así parece ser la puesta en escena de las vidas. Su esencia es lo confuso, la vulnerabilidad de aquello que pasa por ser sólido y coherente, la multiplicidad de manos que hacen y deshacen obra y tiempo, nuestros desdoblamientos tan frecuentes (¿cuántos somos a lo largo de la vida?). Por tanto, en definitiva el vivir (y su relato), nos lanza al rostro decenas de preguntas que sólo obtienen por respuesta otra andanada de preguntas.

Aquello que nos hace tan distintos es que no tenemos idea del efecto que causamos en los demás (ni en nosotros mismos), pero ni tan siquiera nos damos cuenta de lo que produce esos efectos, de allí que no solamente nos quedamos boquiabiertos ante la pregunta “¿quién conoce los deseos secretos de otra persona?”, sino que cada uno de nosotros mismos ignora sus propios deseos, al menos en lo que tienen de más irremisiblemente secreto y enigmático. Y es en esos pasadizos a oscuras por donde pasean los fantasmas (Andy ahogado a los ocho años, Cedric Williams asesinado gratuitamente una noche cualquiera) y nos llevan en sus mochilas con el sentido de nuestras existencias.

Y bien, el acometer la escritura de lo que fluye, de lo casi inasible si pretendemos fijarlo en lo inamovible y comprobable, qué es sino (posiblemente) una descarga freudiana, es decir, de sexualidad básica, de intento amatorio para que la realidad no se nos escape, para que termine por ser integrada en nuestros líquidos originarios: “Se pregunta si las palabras no serán un elemento esencial de la sexualidad, si hablar no es en definitiva una forma más sutil de acariciar, y si las imágenes que bailan en nuestra cabeza no son igual de importantes que los cuerpos que abrazamos.” Nada más próximo a la sexualidad, decimos, que la muerte (muerte y fecundidad, vida y esterilidad, orgasmo y sequía; en fin, monedas cuyas dos caras son solo una en realidad), y los muertos, ésos que Invisibles alientan los fuegos inevitables del azar: “Adiós Margot. Adiós, Cécile. Adiós, Hélène. Cuarenta años después, poseen la misma realidad que los fantasmas. No son más que fantasmas, y W. pronto andará entre ellos.” ¿Andará entre ellos? La verdad es que ellos no han hecho más que andar entre él.

La virtud de esta novela de Auster, creo, aparte de poner en evidencia las artes mismas del quehacer narrativo y la densidad escurridiza de su materia, reside en hacer de la incertidumbre certidumbre plena, aunque sea recalcándonos de manera inquietante la incertidumbre de lo que somos, hemos sido, hacemos, hicimos, seremos. Digámoslo así: la ética del acontecer implícita en esta obra es que el futuro nos depara, con éxitos o con fracasos o con ambos, el proyecto de lo que somos como resultado de lo que vivimos. Sólo que nuestro vivir está vivido por el azar y mil fantasmas.

Ilustración y Racionalismo, adiós.

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Paul Auster
Invisible
Anagrama, Barcelona, 2009

Joaquín Marta Sosa 

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