Artes

Tres veces Héctor Abad Faciolince

Crónica

Por Sandra Lafuente Portillo | 28 de enero, 2010

I

La primera vez fueron palabras en la pantalla.

(Héctor Abad ha ingresado a la sala)

La primera vez fue un chat con un tono más o menos formal: una clase por chat. Luego otros, los lunes cerca del almuerzo, un par de horas o tres. 2005, mayo. Esa sala a la que Héctor Abad ha ingresado es virtual.

(Héctor Abad está escribiendo)

Héctor Abad: Creo que tengo trabajos de Hoffman, López, Monroy, Peluffo…

Hoffman, López, Monroy, Peluffo, a ellos también los veo sólo en sus palabras. Los dueños de esos apellidos son algunos de mis compañeros, de varios países latinoamericanos, en el taller online Noticias de lo Cotidiano que organizó el Centro de Estudios Avanzados en Periodismo Narrativo de Buenos Aires, que fundó y dirige Daniel Ulanovski y que ahora se llama De las Palabras: Periodismo, Escritura Creativa y Humanidades (www.delaspalabras.com).

Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) –escritor, columnista, periodista, traductor, librero, lector sediento desde los quince años, viajero– es el maestro de ese taller.

Un experimento que en futuro se volverá más común. Esta es la dinámica: una sesión semanal para comentar cierta teoría, revisar los ejercicios que él y los participantes han leído, discutir algunos otros temas pertinentes y asignar nuevos textos.

Ya hemos ensayado con retratos de objetos, semblanzas de animales, descripciones de personajes, un texto con formato de chat  (nada más cumplí con tres de ellos, sólo soy una consecuente “chateadora”). Abad tiene fascinación por lo simple y está convencido de que de lo más banal, por más banal que sea, siempre puede salir una historia interesante.

Comparto esa fascinación, pero todavía no he leído sus libros cuando hago este taller. Sí sus artículos, los de El Nacional, los de Semana, aún no ha regresado a El Espectador.

(Héctor Abad está escribiendo)

(Catalina Valencia ha ingresado en la sala)

(Briamel González está escribiendo, Sandra La Fuente está escribiendo, Ángela Monroy está escribiendo, Catalina Valencia está escribiendo, Héctor Abad está escribiendo)

Aparecen comentarios sobre el día de la madre, Chávez –faltaba más– y el primer embarazo de Letizia la princesa, que se intercalan con alabanzas entre talleristas por los textos que han presentado hasta ahora. La clase de hoy 9 de mayo se anarquiza y Abad intenta asignar el próximo ejercicio para que ésta no parezca una conversación de contertulios de cerveza, a cual habla más fuerte, y vuelva a ser una clase. Trata de poner alguna regla: escriban dos guiones juntos al final de la última frase de sus intervenciones para saber que han terminado.

Héctor Abad: el próximo ejercicio. Quiero que sea

Héctor Abad: gastronómico. Es decir, escribir sobre algo de comida. Yo pertenezco desde hace años a un movimiento

Héctor Abad: internacional, el Slow Food, una fundación italiana que se opone al

Héctor Abad: Fast Food y defiende las tradiciones culinarias de cada sitio.

Héctor Abad: Me gustaría que hicieran una nota sobre alguna cosa que se coma, sobre comida. Si local, mejor.–

Vienen entonces preguntas sobre la ciruela de huesito, comentarios sobre la hallaca y Kentucky Fried Chicken, y la charla vuelve a desviarse al día de la madre, los feriados, los lunes bancarios, Bobby Fisher el ajedrecista o Bobby el de El Niágara en bicicleta. Hoy no está Ulanovski como moderador y todos parecemos estudiantes adolescentes que se alborotan cuando se ausenta el director. Abad también participa del desvío, pero regresa. Llama a capítulo y empieza a analizar los textos de Peluffo, de Hoffman, de López. Lo seguimos y al cabo de un rato llegan lecciones.

(Héctor Abad está escribiendo)

Héctor Abad: Si uno no es víctima de la dictadura de la actualidad, puede ver más cosas. Sería bueno, por ejemplo, escribir la crónica de cómo vive Elián hoy en día.

Héctor Abad: Después de tanto escándalo.

Héctor Abad: Sí, las buenas piezas se escriben despacio, con una obsesión que ayuda. El cerebro trabaja hasta dormido, si está obsesionado.

Héctor Abad: Bueno. Esa es nuestra labor. Que aquello que se ha vuelto cotidiano, nos estremezca.–

Ese es el Héctor Abad Faciolince que veo por primera vez, uno que chatea pero con corrección estilística, sin las abreviaciones propias de internet que dañan el lenguaje. Uno que enseña escribiendo (y además lleva ventaja en la velocidad del tecleado porque aprendió el método Remington para secretarias).

He mirado fotografías con su cara, nada más. No sé cómo es su voz ni qué mohines tiene. La imagen de esas fotos no es la que está en mi cabeza cuando leo sus palabras en la pantalla. Me lo figuro con voz gruesa, cabello negro noche, muy bien peinado con gomina, el flequillo a un lado, camisa a cuadros. Huesos de la cara pronunciados, flaco. Rasgos europeos, estilo académico sin acento paisa. Serio, muy serio, a veces con el ceño arrugado, cuando nos reclama, aunque con sutileza, que no hemos entregado un texto en tres semanas.

La posibilidad de dialogar por computador es un tema que le interesa. Ha dicho Abad que no se reconoce a sí mismo cuando lo hace.

“Tal vez si chatéaramos me conocerías más, esa otra faceta de mi vida. Tengo una personalidad hablada y otra por escrito, así que en el chat se me sale la personalidad que tengo por escrito. La pantalla, la distancia, el hecho de que no me estén mirando a la cara ni a las manos, no tener que oír cómo suena mi voz, todo eso me tranquiliza. Además tampoco tengo que ver las reacciones faciales o manuales o en general la expresión corporal de mi interlocutor; también eso me da serenidad. El filtro del teclado, la posibilidad de borrar lo que acabo de escribir, de corregirlo sin que ya haya salido del cerco de mis dientes, todo eso me hace sentir más seguro escribiendo que hablando”, me escribe por correo electrónico en 2010, cinco años después.

La clase de hoy 9 de mayo de 2005 está a punto de terminar y no ha perdido del todo su tono desordenado. Abad dice que es por excesiva confianza, “así que va siendo hora de terminar el curso”.

Héctor Abad: Este chat creo que no merece ser grabado. Le diré a Dunia que hubo un problema técnico. La ausencia de Daniel produce entropía total.

Héctor Abad: ¿Saben qué es escribir? Hablar sin que a uno lo interrumpan. Por eso es bueno escribir.

Héctor Abad: Chatear es lo contrario de escribir, es hablar con hipo.

Héctor Abad: No hubo grandes aportes teóricos ni del pro, ni de nadie, pero ha sido un chat movido. Inútil, como muchas chácharas de la vida, pero movido, y eso es bueno.

Héctor Abad: El próximo ejercicio, culinario, no creo que se preste tampoco para grandes disquisiciones teóricas. Pero creo que a lo que estamos llegando es al placer de escribir, y basta, una especie

Héctor Abad: de placer solitario. Eso es bueno. Quizá por eso no sea inútil todo esto.

Héctor Abad: Y ya no tengo mucho más que decir, pero necesitaba una breve retahíla mía para seguir sintiéndome el dueño de la clase.–

II

Es el cumpleaños de mi amiga Alma, febrero de 2007. Varias mujeres sentadas alrededor de su mesa de comedor la escuchamos leer en voz alta extractos de Tratado de culinaria para mujeres tristes (Alfaguara, 1997). Ése es para ella (y para muchas) un libro de culto. La celebración de esta noche, que ella pretendía fuera baile y frenesí, se convierte en el ritual de un aquelarre que, además de vino y vodka, bebe de los ingredientes de las pócimas de Abad Faciolince contra el desamor y el desengaño.

“¡No, no, no! ¡Escuchen ESTO!”, prorrumpe Alma, y lee, con expresión extática, como si sus ojos jamás hubieran visto esas frases, como si las leyera por encima del hombro de su autor mientras las escribe por primera vez:

Hay pesadumbres que hunden, sin remedio, en el más hondo desconsuelo. Y el pesar es tan completo que tú misma te asombras de sufrir tanto y poder soportarlo. Sólo con él podrías aguantar tanta desdicha, pero es él quien se ha ido (…)

(…) Porque hay una regla ineluctable que, ahora que la oirás, te hará incluso más triste: con el pasar del tiempo ya no sufrirás tanto; querrás sufrir como antes y no serás capaz. Es imposible sufrir y sufrir por mucho tiempo. Incluso a él, a él, acabarás olvidándolo. Pésele al que le pese y pase lo que pase: si al cabo de treinta y seis meses sigues sufriendo como ahora, no sufrirás por él, sufrirás por la culpa de no seguir sufriendo. Aunque fuera sin límites el amor que sentías, el dolor es avaro, dura menos.

Todas la acompañamos en el asombro. Cómo es que un hombre entiende tanto el alma femenina y sin vergüenza machista, pienso. Recuerdo a aquel del chat y no lo hubiera imaginado.

Días después me entero de que mi ex profesor virtual vendrá a Caracas en marzo de ese mismo año a presentar El olvido que seremos (Planeta, 2006), la que será la más exitosa de sus obras, el libro, entre los más vendidos en Colombia, que tardó treinta años en escribir porque ha sido la historia más dura que ha tenido que contar, la del asesinato de su padre, el médico Héctor Abad Gómez, en Medellín.

Así que esa segunda vez, esa noche de marzo, lo veo en persona, en el hall de la Casa Rómulo Gallegos. Le digo soy yo y me llama por mi apellido. Es más bajo que el del chat. Tiene una barba grisácea que nunca memoricé de las fotografías que había visto. Una voz dulce y no resonante como la de mi profesor del taller online. Unos agujeros en la mejilla que llaman a la ternura y no los pómulos etruscos de mi maestro virtual. Más tímido, sí. En persona es mucho más tímido.

El ambiente es muy ruidoso, se mezclan el barullo del cafetín con el de la gente que entra y sale de las salas. Abad pide a la editorial que suspendan la presentación del libro, quién puede hablar con esa bulla. Antonio López Ortega se queda con su discurso sin pronunciar. El autor, lo recuerdo un poco incómodo, se sienta detrás de una mesa a firmar libros.

“No había púbico que quisiera estar ahí (salvo unos cuantos amigos) sino gente que pasaba por otros motivos. Eso me pareció absurdo y me negué a hablar”, reconstruye en un correo electrónico de 2010, otra vez las palabras en la pantalla.

Esta noche me acompaña Alma con su libro bajo el brazo, con emoción de fan. Compro El olvido que seremos y Angosta, su novela traducida al chino. Le pido a Abad que me dedique el primero y en la nota recuerda mis intervenciones en el chat-taller.

Comienzo a partir de allí a conocer al escritor de novelas, libros de “género inclasificable” (como Tratado de culinaria…ahora también libro de culto para mí; un texto pensado originalmente en verso, rechazado primero por varios editores, cuya publicación pagó de su bolsillo su novia de entonces) y relatos autobiográficos como éste que acaba de presentar, un acto confesional doloroso, un retrato de la historia reciente de la violencia en Colombia desde una vulnerabilidad desnuda, desde el coraje del que muestra su debilidad; el tema universal de la relación con el padre sin ocultar la propia fragilidad. Un texto sensible –homenaje al amor más puro– pero crudo, que él cuidó mucho que no fuera sensiblero. Cuesta recuperarse después de cerrarlo. Cuesta mucho dejarlo.

Ahora entiendo por qué él, único entre tantas hermanas, educado con las monjas en su niñez, interpreta tan acertadamente el alma femenina.

Sigo desde entonces acercándome a dos dimensiones de Héctor Abad Faciolince. Una dulce, tierna y poética, la de sus libros. Una rebelde, frontal y áspera, la de sus artículos de opinión. Una más para el alma, otra más para el raciocinio de la polémica.

Son sus columnas las que le han valido antipatías y odios. Un texto contra el Papa Juan Pablo II lo corrió de la Universidad Pontificia Bolivariana en su juventud temprana; otro sobre las uñas largas de un candidato presidencial que no ganó, y que luego fue presidente pero de El Espectador, le costó la echada de ese periódico en los noventa. También escribió una columna en El Colombiano que fue una carta de renuncia pública. Es el mismo que firmó un manifiesto en 2001, junto con otros colombianos notables, en el que juraba no pisar tierra española mientras siguieran pidiendo visa a sus paisanos. Sólo él y Fernando Vallejo han cumplido. Y eso que España, su poesía, el respeto profundo por la lengua que heredó de ella, están siempre en sus referencias.

El que escribe opinión se me parece más al que conocí en el chat-clase, las palabras en la pantalla.

“Son la misma persona, pero el que ataca, ataca para defender la posibilidad de la ternura y de cosas mejores. Ataco a los autoritarios, ataco a los que combaten la alegría y los ataco con furia, porque se lo merecen y porque ellos me tratan así. Si ellos atacan la alegría y la libertad con esa persecución reaccionaria, conservadora y fanática, pues yo me burlo de ellos también con toda la fuerza”, me dice en 2009 en una entrevista, cara a cara, sin que medien códigos binarios y html.

III

La tercera vez que son cuatro días, otra vez en persona, cuando termina 2009. Está frente a mí, mañana y tarde.

Durante casi dos años le había perdido la pista en el ciberespacio. Nunca volví a chatear con él. Sólo supe que vivió un año en Berlín, con una beca, escribiendo. Hablamos por correo electrónico de la posibilidad de que nos enviara a la revista Marcapasos una crónica sobre la fiebre nudista de los berlineses en los lagos de esa ciudad cuando en verano se asoman los primeros rayos de sol que de verdad calientan.

Vuelve a Caracas para dictar el taller de Periodismo y Literatura que todos los años lanza la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. En el de este año participan catorce talleristas de varios países del continente. Estoy aquí como relatora: observo en silencio y tomo nota para luego escribir el registro.

Regresa a una ciudad con la que se ha relacionado por años largos y donde ha cultivado afectos, una capital que lo seduce, “porque está en una montaña a mil metros pero el mar se huele todavía”. Lo pasma esa imagen milagrosa desde la punta del Ávila: a un lado Caracas y al otro el Caribe. “Pocas situaciones geográficas tan maravillosas: es como mi ciudad, Medellín, pero como si al subir al Alto de las Palmas o al Boquerón, desde la cima, yo pudiera ver el mar. No hay un sueño igual”, me escribe en su e-mail.

Un conversatorio, cenas, firmas de libros, entrevistas radiales y en periódicos toda esa semana, aparte del taller, prueban que sigue viva su relación con esta ciudad que lo fascina.

La primera mañana llega con sombrero, chaqueta, sonrisa. Dice que no sabe por dónde empezar y nos regala uno de sus libros, Oriente empieza en El Cairo, una crónica de viajes, un periplo con dos esposas.  El comienzo dubitativo y el regalo son un recurso retórico para ganar la benevolencia del auditorio, la captatio benevolentiae, dice. La verdad es que, revelará al final del curso, está aterrado. Tiene miedo escénico, ser el centro de atención de tantos pares de ojos es para él un trago amargo que sólo pasa con la última sesión. Es la primera vez que dicta un taller presencial.

Ese síndrome no será visible nunca. Inaugura las clases con lo que él llamará “el rezo”: poemas de Borges, Machado, Quevedo, Gil de Biedma, que sabe de memoria, que recita delante de todos, la mirada buscando esos versos en su mente, la voz solemne. (Después dirá en el conversatorio que tiene una pésima memoria, que los recuerdos son para él “conjeturas”, que el ejercicio de decir esas poesía y esas citas con sus puntos y comas es puro entrenamiento cerebral).

Durante el taller, que se convierte un laboratorio de escritura, y fuera de él, le escucho decir frases como para aprender de memoria también (y todavía parece que declamara, estos cuatro días tendrán siempre una impronta poética):

“Como las líneas paralelas en geometría, así es la literatura en relación a la vida: dos líneas que nunca se acercarán”.

“Tenemos que ser capaces de que las palabras logren producir unas sensaciones tan fuertes, tan completas, tan perfectas, que sean casi del mismo tamaño de los actos, que las palabras sean como vivir algo (inspiración de Santa Teresa)”.

“Al periodista le toca escribir una historia tan buena que parezca mentira; al escritor de ficción, una historia tan buena que parezca verdad”.

“Uno tiene que oír por dentro a ver qué sabe o para qué puede ser bueno. Tenemos que ser capaces de descubrir la música de la que somos dueños (inspiración de Borges)”.

“Lo que hay que vivir es como pendiente de los demás, no estar demasiado hundido en uno mismo. Y las historias de los demás hacen que uno escriba una buena historia”.

Días más tarde, cuando repaso las grabaciones del taller mientras escribo la relatoría, escucho muchas carcajadas, un taller dinámico y libre, textos muy iluminados de los talleristas, críticas duras de Abad que no lo parecen. Un viaje feliz.

De repente lo comprendo: esa semana estuve delante de mi profesor virtual y el escritor dulce, pómulos etruscos y hoyuelos en las mejillas, palabras que son cuchillas y pétalos.

Por fin he visto las dos dimensiones juntas.

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Imagen: *valento*

Sandra Lafuente Portillo 

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