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Domingos de ficción: Los muñequitos de las llaves, de Fedosy Santaella

keysLos muñequitos de las llaves

Un muñequito muy feo, orejón, narigudo y con cara de duende (pero no necesariamente un duende), ve salir al muchacho, corre hacia la puerta y la cierra de golpe.

Lo hace por una simple razón: para quedarse a solas con las llaves del apartamento. Porque a los muñequitos con cara de duendes (no necesariamente duendes) les encantan las llaves. Son como ratones que se vuelven locos cuando ven un trozo de queso tirado en el piso.

Una vez libre del muchacho, el muñequito brinca hasta las llaves que están sobre la mesa del comedor junto a la guía de lingüística del padre Arellano y, con esa fuerza de hormiga que tienen los muñequitos con cara de duendes, carga con las llaves hasta la cama matrimonial. El muñequito se acuesta, pone las llaves a un costado y comienza a acariciarlas con ojos linfáticos. Cabe destacar que la otra mano se mantiene ocupada tal como si el muñequito estuviera viendo una película pornográfica, ¿me explico?

Afuera, el muchacho, José Luis Rimbó, estudiante de Letras de la UCAB para más señas, está en boxer, franela y medias; rígido con una bolsa de basura en la mano, y la cara hacia la puerta del apartamento 7A, su apartamento.

Pasados unos minutos de angustia suprema, le toca el timbre al vecino que vive enfrente. El vecino es un tipo joven y quizás por eso José Luis Rimbó no tiene pudor en solicitar su ayuda; aunque igual se sonroja cuando el vecino abre y lo ve de arriba abajo. «Otra de José Luis Rimbó», habrá pensado el vecino, o eso piensa José Luis Rimbó que pensó.

Le pide unas páginas amarillas y busca el teléfono de un cerrajero de la zona. Lo consigue y le solicita el teléfono para llamar al cerrajero. El cerrajero dice que estará allí en unos quince minutos. Después, el vecino le ofrece una cerveza. Beben en la cocina y conversan tonterías mientras esperan que llegue el cerrajero. Por fin, una media hora más tarde, suena el intercomunicador. Es el cerrajero. Pasan otros veinte minutos y José Luis Rimbó ya está dentro de su apartamento haciéndole un cheque al hombre. Luego va y busca las llaves. Las consigue sobre la cama matrimonial, se rasca la cabeza. No recuerda haberlas dejado allí. Se encoje de hombros.

En el clóset, el muñequito con cara de duende refunfuña. Son demasiado gruñones los muñequitos con caras de duendes.

*

El bar del hotel Uslar en Montalbán I es todo un bar de hotel. Tiene esa temperatura fría que nos hace pedir tragos para calentarnos, y siempre se ve pulcro y dispuesto a hacerte un espacio. Tiene las debidas luces a medias y las debidas oscuridades, sus mejores rincones y sus silencios cómplices. Porque eso debe ser un bar de hotel, un cómplice.

Ahí, en unos de esos apartados oscuros del bar, entre muebles rojos y ante la mesita de fórmica negra y brillante, tenemos a unas deliciosas damas, encaladas en sus bluyines apretados y provocadoras en sus escotes. Son las reinas del lugar, lo saben y se dejan mimar por unos vasallos en bermudas con unas piernas muy bien formadas, muchachos jóvenes que hacen lo posible por ver y tocar más de lo que permiten las normas de urbanidad y buenas maneras.

Hoy, gracias a esos manejos insólitos del destino, ambos grupos se encuentran alojados en el hotel Uslar. Y decimos destino, suponiendo que el destino exista, y si no el diablo, suponiendo que el diablo exista, y si no Dios, suponiendo que Dios exista y que permita estos encuentros fortuitos de orden libidinoso.

Ellos son los futbolistas de la selección nacional, y llegaron al hotel hoy en la tarde, justo en el momento en que tres de ellas entraban a la recepción con algunas compras de rigor. Los futbolistas preguntaron. «Son las muchachas de Juan Pancho y su Rumba Española», respondió el recepcionista, «se están alojando aquí». Sí, ellas eran nada más y nada menos que las increíbles mujeres que un español con ojo clínico seleccionó para ponerlas a bailar en trajes de vedette y sobre distintos escenarios de Venezuela, Aruba y Curazao al ritmo de un órgano barato y una guitarra llena de lugares comunes. Los rumores dicen que Juan Pancho, además de rasgar malamente las cuerdas y coreografiar a las niñas, funge de proxeneta, y que las chicas de su rumba, durísimas de cuerpo, hermosísimas y también putísimas de cara, están al servicio del mejor postor. Pero ya sabemos, las leyendas urbanas abundan y no son comprobables. Aunque eso no quita que a las muchachas les encante el sexo.

Los futbolistas y las rumberas se encontraron en el restaurante a la hora de la cena. Ellas, Juan Pancho y su asistente —una gorda con cara de bull-dog—, estaban en una mesa conformada por otras tres mesas. Ellos y el entrenador llegaron después, y se sentaron no muy lejos de las rumberas. Mientras comían, las miradas iban y venían.

Después del café, Juan Pancho se fue a dormir y dejó a sus niñas a cargo de la asistente. Pero ella, la gorda bull-dog, es novia de una linda rumbera (cosa que Juan Pancho no sabe o pretende ignorar), y en lo que el jefe salió, la gorda y la rumbera también se esfumaron. En la otra mesa, el entrenador se puso de pie y los muchachos se fueron tras él. Cuando pasaron junto a las rumberas, sus caras eran las de unos perros desamparados. Pero ellas les hablaron con las miradas y les dieron a entender que la noche aún no terminaba. Los jugadores captaron el mensaje; sólo hacía falta verles la nueva expresión beatífica en sus rostros. Unos cuarenta minutos más tarde, salieron de sus habitaciones y bajaron al bar. Ellas los estaban esperando.

Y ahí están, tal como los dejamos. Las rumberas, hieráticas, perfectas y sonrientes. Los futbolistas, amables, atentos y simpáticos, mostrando con abrumadora insistencia lo que bien sabemos enloquece a todas las mujeres del mundo: sus piernas.

Mientras este ritual con actores de excepción se lleva a cabo, un grupo de muñequitos acecha en las esquinas. Todos los bares del mundo están repletos de muñequitos, porque estos oscuros recintos son ideales para hacerse de cuanta llave se les antoje. No sin razón: el bebedor, ya ebrio y descuidado, ni cuenta se da cuando un muñequito se acerca hasta sus bolsillos a la búsqueda de las llaves anheladas. Si alguien pusiera a fijarse en las esquinas más oscuras de los bares, vería unos ojos amarillos que brillan. Son los ojos de los muñequitos con cara de duendes.

*

José Luis Rimbó tiene una novia de padres divorciados, y como todo hijo de padres divorciados, la muchacha vive entre una casa y otra. En este momento la visita tiene lugar en casa del papá. El apartamento queda en Chuao, en el edificio La Rica. Ahí está José Luis Rimbó, cumpliendo el protocolo de rigor ante el padre de la joven, ambos instaurados en la tensión típica que siempre ha existido entre un suegro y un yerno. Ni se percatan cuando, entre uno de los cojines, asoma la cabeza un muñequito con cara de duende.

El muñequito acaba de sentir el agradable aroma metálico de unas llaves cercanas, y no tarda en ver el llavero que sobresale de uno de los bolsillos delanteros del pantalón de José Luis Rimbó. El muñequito se aprieta los genitales, suelta un suspiro sicalíptico y se acerca hasta el llavero. Comienza a halarlo con mucha delicadeza. El llavero, ovalado y con el rostro de Cortázar, sobresale cada vez más. Ya afuera por completo, el muñequito con cara de duende se detiene y lo sujeta con empeño. Sonriente, aguarda. Cuando José Luis Rimbó se pone de pie, el muñequito aprieta mucho los dientes y el llavero, y las llaves salen del bolsillo. José Luis Rimbó, concentrado en despedirse del suegro, no se entera de la pérdida. El muñequito, por su parte, se esconde con las llaves debajo de uno de los cojines, y allí, en la oscuridad de su mundo, empieza a acariciarlas con una mano y con la otra a hacerle lo que ya sabemos al llavero con cara de Cortázar.

Afuera, en el ámbito de los humanos, José Luis Rimbó sale de la casa con su novia. Es viernes, y ella se quedará a dormir en la casa de la madre, en el muy lejano pueblo de El Hatillo (más allá aun, en La Unión). Pero antes, por supuesto, hay cine y cervezas con amigos. En eso están ahora, en las cervezas. La salida incluye una ida al motel, pero eso debería pasar tipo dos de la mañana, después de los tragos. Como a la una, aparece un ex novio de la muchacha, y José Luis Rimbó, que lo sabe por cuentos de ella, siente que mil hojillas estallan en su pecho. Lo llena de ira verla conversar y reír con el ex novio. Para colmo, el estruendo de la música no lo deja escuchar lo que ellos hablan.

Cuando el ex novio se va, José Luis Rimbó no se aguanta y comienza a discutir con la novia. Toda esperanza de motel, es decir, de sexo, se anula. Y también de seguir disfrutando. Ahí mismo ponen el dinero de lo que consumieron y se van a seguir haciéndose heridas en el carro. No paran de discutir hasta la casa de la novia. Apenas él detiene el carro, ella se baja y da un portazo, lo que termina la discusión y, sobre todo, la salida del viernes.

Son las dos y media de la mañana.

*

Ricardo siente que está a punto de meter el gol más importante de su vida. Imagínate, quizás se halla a minutos de gozarse a Leticia desnudita sobre la cama. Alberto, su compañero de cuarto, ya se fue con su respectiva rumbera a la habitación de ellos. Ese había sido el acuerdo, el primero que cuadrara se quedaba con la habitación; el otro que viera cómo hacía. Ricardo piensa que no hay problema, seguramente terminará en la habitación de ella. Quizás su compañera de cuarto esté ya en la habitación de otro de los muchachos, o aún en el bar. Debe actuar antes de que se quede sin cama. Así que vuelve a hacerle cariños y carantoñas en el oído a Leticia, y ella, coqueta, pega la oreja al hombro y dice sí, sí vamos pues.

*

José Luis Rimbó vive al otro extremo de la ciudad, en Montalbán III. Todo el camino ha ido maquinando mil estocadas letales para el día de mañana, cuando vuelva a hablar con su novia.

Tales lanzazos maléficos le duran hasta que, ya en el sótano del estacionamiento y frente a la puerta metálica que sirve de entrada al edificio, se da cuenta de que no carga las llaves. Luego de revisar su carro unas cuatro veces y de tocarse los bolsillos unas veinte, termina por aceptar que no están por ningún lado. Son las tres y diez de la madrugada. ¿Qué puede hacer? ¿Llamar a su novia después de toda aquella gigantesca discusión? ¿Decirle que registre su bolso? ¿Notificarle que va para allá? Duda, piensa en su cabeza revuelta por el trago, vuelve a pensar, y entonces le viene a la mente el hotel Uslar.

En el Uslar se había hospedado recién llegado a Caracas, al Uslar había vuelto luego de que una vieja loca lo hubiera echado de su habitación de estudiante un lunes hacía como un año, por razones que todavía hoy no le quedaban claras. En el Uslar, José Luis Rimbó tiene un conocido: Carlos, el capitán de mesoneros del restaurante, quien, según le había contado, vive en una habitación de aquel hotel.

A Carlos lo conoció gracias a sus almuerzos de hotel, muy frecuentes en los primeros tiempos, cuando aún no se atrevía a ir más lejos de lo apenas conocido. El capitán era un muchacho un poco mayor que él, blanco, cabello negro y con una perenne cara de recién levantado. Un tipo inteligente pero sencillo que lo trató bien desde el primer día, y que además le invitaba zambucas de puscafé, a veces más de lo que José Luis Rimbó hubiera debido tomar antes de ir a clases (las suyas comenzaban a las dos de la tarde).

Ese es el hombre, piensa José Luis Rimbó. Además, todo hotel es veinticuatro horas. O eso supone. Se monta en su carro y se arranca para el hotel.

La recepción está iluminada, abierta. Un empleado sale de los bastidores y, soñoliento, se limita a gruñir un «buenas noches». José Luis Rimbó pregunta de una vez por Carlos. El recepcionista pregunta a su vez quién lo solicita al tiempo que alza un auricular. Luego de escuchar la respuesta, se queda esperando a que le hablen al otro lado de la línea. Por fin dice: «te busca un tal Rimbó»; luego afirma con la cabeza, cuelga e informa desganado:

—Ya viene.

José Luis Rimbó le agradece y el recepcionista murmura cualquier cosa. Afuera comienza a llover. Desde el amplio vitral de la recepción, José Luis Rimbó puede ver la lluvia convertida en una súbita guerra sobre el mundo.

Poco después aparece el capitán de mesoneros. Está despeinado, en boxers de cuadritos rojos y negros, franela blanca y pantuflas. José Luis Rimbó, que había esperado en el sofá, se pone de pie.

—Coño, hermano, disculpa que te despierte, pero es que tengo una emergencia.

—¿Qué, una vieja te volvió a botar de su apartamento? —dice afable el capitán de mesoneros, en un intento de bajarle la angustia a Rimbó, quien se echa a reír y le responde que ya no vive en habitaciones alquiladas, que ahora tiene un apartamento que compró su papá. A continuación le explica brevemente lo sucedido; sin contarle, eso sí, del ataque de celos ni de la riña amorosa.

—Entonces, hermano —dice para finalizar—, quería preguntarte si no podré quedarme en tu cuarto hasta mañana en la mañana. Apenas se haga de día me voy a buscar mis llaves. No te molestaré más que eso.

El capitán de mesoneros se rasca la cabeza y aprieta la boca.

—Oye, eso está difícil. Mi habitación es mínima. Es como un cuarto de servicio.

José Luis Rimbó no sabe qué decir. Carlos se queda pensando, y por fin en su rostro se hace la luz.

—Pero está el de la filtración —dice, y luego a Rimbó—: Deja ver qué puedo hacer.

Entonces lo deja y se va a hablar con el recepcionista, quien, quizás por causa del sueño, se había mantenido en el sitio, como si alguien lo hubiera desenchufado.

José Luis Rimbó voltea a mirar hacia el ventanal.

La lluvia continúa su batalla lacerante contra el mundo.

*

Un muñequito con cara de duende va y pega un brinco hasta el puff donde Ricardo está sentado. Ahora se desplaza sobre la superficie de terciopelo rojo hasta el bermudas. Está a punto de meter las manos en el bolsillo, pero justo en ese momento el bulto se alza, se aleja y lo deja con la ganas. El muñequito lanza una maldición fricativa y pega un brinco de vuelta al suelo. Oculto detrás del puff, ve partir a Ricardo y a Leticia, abrazados, camino al ascensor. Cuando ya están a una distancia que considera prudente, se va tras ellos, pegado a las paredes, metido entre las sombras.

*

—Te conseguí una habitación.

José Luis Rimbó siente hasta ganas de llorar.

—Oye, Carlos, muchas gracias, ¿y cuánto será la vaina, hermano?

Carlos sonríe, niega con la cabeza y hace con la cara un gesto suave y casi celestial.

—No te preocupes, mi pana, no hay que pagar nada —dice Carlos—. El asunto es el siguiente: más que una habitación te voy a dar un cuarto de empleado. Ese cuarto tenía una filtración muy fuerte en el baño, que estaba afectando las paredes contiguas. Así que se volaron el baño, y en esa vaina lo que hay es escombros. Tienes una cama, eso sí. Está cubierta por un plástico. Tú quitas el plástico y listo, te acuestas. Pero hermano, como te digo, eso está lleno de polvo y escombros.

José Luis Rimbó, convertido en el más agradecido de los hombres, dice:

—No hay problema, no hay problema…

—Otra cosa: antes de las siete tienes que estar ido. Más o menos a esa hora llegan los obreros y no es bueno que te vean ahí. Ya sabes, quiero evitarme explicaciones.

El Lázaro resucitado dice:

—Antes de las siete me tendrás fuera, y mil gracias, mi pana, de verdad que mil gracias.

—No, vale, tranquilo, tú eres pana.

*

Abren la puerta de la habitación y pasan. Se enciende la luz del pasillo que da a las camas y una voz molesta golpea al fondo, en la oscuridad.

—¡No puede ser esta vaina! —suelta Leticia como reacción a la voz, y zapatea enojada hacia donde se supone está la cama. Ricardo se queda en el pasillo. Otra luz se enciende más adelante. Se vuelve a escuchar la voz de Leticia—: ¡Pero bueno, ustedes deberían estar en tu habitación!

Una voz gruesa, camionera, responde:

—Bueno, chica, es que cuando una está enamorada no piensa.

—¡Pero Gimena, tú eres la que manda acá después de Juan Pancho! ¡Deberías ser la primera en poner orden en esta vaina!

—Cuando se tira, no se trabaja.

—¿Y tú, Claudia, chica? —dice la voz de Leticia, como ignorando la réplica de Gimena.

—Ay, Leti, no sé, yo también tengo mi llave. Nos dieron dos en la recepción, por si se te olvidaba —responde la voz de la que debe ser Claudia.

—Tú sí que eres fresca, de verdad —responde la voz de Leticia, y luego—: El asunto era que tú te ibas a la habitación de Gimena, ¿o se te olvidó?

—Ay sí, pero andábamos como loquitas metiéndonos mano, y no pensamos como se debe —dice la voz de Claudia.

—Bueno, Gimena, dame la llave de tu cuarto —ordena la voz de Leticia.

—Llegaste tarde, mi amor. Ya esa se la di a María Fernanda y a uno de los muchachitos piernúos.

Ricardo se atreve a caminar por el pasillo y se asoma a la escena. Desnuda, sentada sobre la cama, se alza la figura adiposa de una mujer con cara de bulldog. A su lado, acostada y también desnuda, yace una de las mujeres más bellas y más sabrosas que él jamás ha visto en su vida.

Gimena bulldog se da cuenta de la estupefacción de Ricardo, y dice:

—¿Y a éste qué le picó?

Leticia voltea a mirarlo: Ricardo está pálido y yerto.

—Mi amor, ¿qué te pasa?

Ricardo sigue sin decir nada. No puede dejar de ver cómo los dedos de Claudia, la mujer bellísima, acarician la ancha espalda de la bulldog.

—¿Ricardito? —insiste Leticia.

—A este lo que le pasa es que no se puede creer que yo me esté comiendo un bisté tan rico —suelta la bulldog.

Ricardo intenta una respuesta, pero no le salen las palabras.

—¡Ay, Leticia! ¿Estás segura de que este muchacho es el indicado para ti? —dice Gimena bulldog.

—¡No me jodas, chica!

Leticia no quiere seguir discutiendo. Su Ricardo es un bebecito bello con piernas fenomenales y chocolatitos en el abdomen (se los palpó en el bar mientras se besaban). Por nada del mundo va a permitir que le echen a perder una noche prometedora.

Sin más, Leticia agarra a Ricardo por el brazo y lo arrastra fuera de la habitación.

*

José Luis Rimbó se asoma por el ojo de la puerta. Ve otra puerta, sin mirilla, sin número, y un trozo de la escalera. Está en la zona de emergencia del edificio; esa dimensión paralela, ese otro mundo constituido por las escaleras, las barandas de metal, las paredes lisas, el eco y la soledad. En el Uslar, el área de las escaleras también está constituida por habitaciones para los empleados, una por cada piso.

Se separa de la puerta, camina hacia la ventana y se asoma. La calle es una tela cortada a retazos por los filos de la lluvia. Se queda unos segundos contemplando la noche. El cuerpo aprovecha para hablarle y para llevarlo hacia el baño. Cuando se percata de lo que está haciendo, se detiene. Recuerda las palabras de Carlos: «Así que se volaron el baño, y en esa vaina lo que hay es escombros». Menta la madre. Se agarra, se aprieta, intenta pensar en otra cosa. Ve la ventana, la lluvia. Para colmo está la lluvia. Da vueltas. Se detiene otra vez ante la ventana. ¡Pero claro, la lluvia! Un goteo más sobre las cosas del mundo no le hará daño a nadie, se dice.

*

En el pasillo, Ricardo siente la llave de la habitación en sus bermudas. Palpa, toca el llavero de plástico con la única llave. Al igual que a las chicas, a él y a su compañero también les dieron dos llaves de la habitación. Piensa en el pacto. Habían acordado que el primero que levantara se ganaba la pieza. Y su compañero fue el primero. Pero el asunto se acaba de poner complicado, y tampoco la vaina es que uno salga jodido. Su compañero que lo disculpe. Él no puede dejar que esta noche pase por debajo de la mesa. Total, en esa habitación hay dos camas.

Ricardo saca la llave y suelta la idea:

—Podemos irnos a mi habitación. Acá tengo mi llave.

—¿Y tu amigo y su chica no están ahí?

—Nosotros en una cama y ellos en la otra.

Leticia se le queda viendo, y le dice:

—Y ya tú dijiste orgía.

Ricardo se pone tenso, teme que se le eche a perder la oportunidad con Leticia. Balbucea un par de sinsentidos hasta que por fin toma control de su boca y dice:

—No, no… eso no fue lo que dije… cada quien por su lado…

Leticia, cruzada de brazos, ofendida, nada dice.

—Pero es que no tenemos otra opción —agrega Ricardo y no se le ocurre nada más.

—No, chico, siempre habrá un lugar —dice ella segura de sí misma, sonriente ya, y con la mirada fija en la puerta que tiene en frente. La puerta con recuadrito donde se acomoda el trazo minimalista de una escalera—. Ven, papi, vamos a probar —dice, y luego abre la puerta y se mete con Ricardo.

*

José Luis Rimbó abre la ventana de par en par. Necesita algo para subirse, para estar a nivel. Ve alrededor, descubre una mesita de noche toda llena de polvo. La pone frente a la ventana y se monta. La mesita tambalea. Está en un cuarto piso, pero las ganas son más grandes que el miedo a la caída. Así, haciendo equilibrio, se libera y deja escapar un bufido, un suspiro. Se baja de la silla, se sube el cierre del pantalón. Entonces oye un sonido apagado, afuera, en el pasillo. Se acerca a la puerta. Escucha una risa. Es una risa de mujer. Piensa en su novia, en sus senos grandes y en la cama llena de escombros que está a su espalda. Llega hasta el ojo de la puerta. Se asoma.

*

Leticia se le guinda del cuello a Ricardo, y él, mareado, pierde el equilibrio y cae hacia atrás sobre los escalones. Riéndose, Leticia lo sigue en la caída. Se quedan ahí, él sentado, ella sobre él. Se miran con ganas por unos instantes para luego besarse, desesperados, como si se odiaran, como si estuvieran buscando sus lenguas para morderlas y arrancarlas, todo un expreso de medianoche latinoamericano y lujurioso. Las manos de Ricardo no lo piensan dos veces: bajan por la espalda y buscan las nalgas. Las nalgas duras, abundantes, delineadas por Dios una mañana de buen humor y calentadas en las brasas del infierno ese mismo día de su creación. Leticia empieza a mover la pelvis sobre la protuberancia que ya se le antoja venturosa.

Un poco más allá, asomado en una esquina, el muñequito con cara de duende se relame. Es el momento ideal para hacerse de las llaves del jugador. Se lanza en carrera, siempre fiel a las paredes del pasillo. Salta al primer escalón, luego al segundo, al tercero y ya está junto al bolsillo del bermudas. La pareja, concentrada en el tejemaneje sexual, ni cuenta se da de la cercanía del muñequito con cara de duende, quien se acerca, y libre de todo escrúpulo, mete las manos en el bolsillo del pantalón corto. Sin mayor dificultad encuentra la punta de una llave. La hala con fuerza. La llave y el llavero salen. El llavero es una tablita de plástico de puntas romas con el nombre y el escudo del hotel. El muñequito casi pega un grito de alegría, pero se aguanta y rehace el camino, esta vez con las llaves.

*

José Luis Rimbó no puede creer lo que ve. Aquella mujer es magnífica, bellísima, escultural. Y está allí, con las piernas y las nalgas al aire, cabalgando a un individuo que ya odia sin conocerlo y sólo por ser tan afortunado. Lleva entonces su mano al cierre, y lo hace rechinar frenético. Su boca se abre y su ojo se pega aún más al visor de la puerta, como queriendo atravesarla. Piensa en su novia, lamenta sus celos estúpidos, y aprieta con la mano como quien empuña una daga con la que matará a su enemigo más íntimo; él mismo, sin duda. Tanto es su delirio que no se percata de aquel muñequito con cara de duende que huye pegado a la pared, y que se esfuma en la oscuridad, también perdido en su propio mundo de filosos deseos.

*

En las escaleras, la rumbera y el futbolista no se dan tregua. Sus cuerpos son navajas que saben su oficio de derramar sangre. Con arte la dejan fluir, por dentro, eso sí, y a borbotones calientes y frenéticos.

Y más allá de esos pasillos, más allá de las paredes del hotel Uslar, sobre la calle y desde las alturas, la lluvia, llena del odio y del disfrute que la oscuridad engendra, tampoco deja de clavarle puñaladas al mundo.