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¡A los Filis voy!

mickey-mantle-4Por Francisco Suniaga

Soy de una generación que comenzó a adentrarse en esto del beisbol escuchando hablar de un tal Mickey Mantle, que jugaba para un equipo que llamaban los Yanquis de Nueva York. La primera serie mundial de la que tengo memoria fue la de 1960. Los juegos eran en la tarde y mi padre los escuchaba por radio, en la voz de Buck Canel, en su sastrería de La Asunción. El viejo local se llenaba de amigos, empleados de la gobernación y estudiantes del liceo Rísquez que faltaban a clases para no perderse los juegos.

Cursaba entonces segundo grado y cuando regresaba de la escuela –a las cuatro y media de la tarde, flotando en el aroma a pan dulce horneado de las entonces muchas panaderías de mi pequeña ciudad– tenía aún tiempo de escuchar los últimos innings de cada juego. Por eso estaba allí y fui testigo de la alegría de mi padre cuando un jugador desconocido, Bill Mazerozki, dio un jonrón en el noveno inning del séptimo juego para dejar a los Yanquis de Casey Stengel en el terreno. La mayoría de los escuchas, también recuerdo, se fueron compungidos por la inesperada derrota.

Luego vinieron las series mundiales contra los Rojos de Cincinnati, de Elio Chacón, en 1961, y contra los Gigantes de San Francisco, el equipo de su héroe Willy Mays, en 1962. En ambas, los Yanquis salieron campeones. De la primera, sin embargo, mi padre rescató una pequeña victoria maoísta: Elio Chacón, el segundo venezolano en jugar una serie mundial, se robó el home en el primer juego, única victoria de los Rojos. De la segunda se lamentó eternamente de aquella línea de Willy McCovey que Bobby Richardson atrapó por casualidad y que habría dejado a los Mulos en el terreno. La venganza, siempre a través del viejo General Electric de la sastrería, le vino en 1963, con los Dodgers de Sandy Koufax, y en 1964, con los Cardenales de Bob Gibson, quien fue además estrella del Magallanes, la divisa de sus tormentos (y de los míos).

El antiyanquismo que llevó a mi padre a perder 26 series mundiales (y a ganar solo catorce) tenía unas raíces profundas y enredadas con muchas otras cosas que nada tenían que ver con el beisbol. En principio, los Yanquis representaban el equipo ganador, el poder casi omnipotente en el juego. Para él, admirador de Jóvito Villalba y militante de URD, acostumbrado desde temprano a perder en política, ser adversario de los Yanquis era algo absolutamente natural y lógico. Por supuesto que encontró en mí a un fiel seguidor sin necesidad de razones; esas vivencias fueron en la infancia, en esa época cuando el padre es nuestro héroe.

Luego vino un largo receso; los Yanquis desaparecieron de la escena por más de diez años. Volvieron en el 76, de la mano de George “The Boss” Steinnbrenner, quien había comprado la divisa del uniforme rayado en 1973, pero casi ni nos enteramos: fueron barridos por la Gran Maquinaria Roja de David Concepción. Ya muchas cosas habían cambiado, los juegos eran mayormente de noche y se veían por televisión, cada quien en su casa. Pero las llamadas telefónicas compensaban las ausencias y permitían los largos comentarios; otra cosa, otro beisbol, el mismo antiyanquismo.

De los Yanquis se podrá decir cualquier cosa menos que no son empeñosos; volvieron para causarle a mi padre (y a mí) grandes dolores en 1977 y 78, derrotando en ambas ocasiones a los Dodgers de Los Angeles, la divisa a la que veneraba desde que se atrevieron a contratar a Jackie Robinson, el primer negro de las grandes ligas. En 1981, regresaron otra vez contra los Dodgers, pero los derrotó aquel jonrón de Kirk Gibson. De nuevo vivir la inigualable alegría de ganarle una vez al ganador de siempre.

Volverían en el 96 –con los dólares de Steinnbrenner, quien había estado suspendido del beisbol por varios años, y la sabiduría de Joe Torre–, y en el 98, y en el 99, y en el 2000, hasta que los Cascabeles de Arizona de Curt Schilling y Randy Johnson se les atravesaron en el camino y cortaron la hegemonía. Fue esa la última vez que compartimos la alegría de ver derrotados a los Yanquis de Nueva York. Mi padre murió en 2005, no sin antes conocer una alegría antiyanquista nueva: pocos disfrutaron como él la remontada de los Medias Rojas en la serie por el campeonato de la Liga Americana de 2004.

Hay legados que no se escogen, que se lanzan sobre uno como una carga adicional en la vida, y, no obstante, se les honra. El antiyanquismo de mi padre ha sido uno de esos legados que honrosamente llevo, aunque los Yanquis, con su poder, lo hagan a veces muy difícil. Cada victoria de los neoyorquinos, pero sobre todo cada derrota, desde aquella primera serie mundial en 1960, ha sido un pedazo de existencia que se vivió con intensidad, y por tanto se recuerda gratamente desde la madurez. Por toda esa nostalgia que para mí ahora es el beisbol (antes era solo un juego), por ser parte fundamental de mi relación con el viejo Suniaga, y casi por sus mismas razones –aunque las cosas hoy tengan otros nombres–, cuando se trata de los Yanquis, siempre aúpo al equipo de enfrente. Ahora que volvieron, a los Filis voy.