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¿Hasta cuándo podremos leer?

Libre lectura

84-663-1838-0_medJoaquín Marta Sosa

La persona que hizo de mi infancia otra cosa, fue mi tíoabuelo. Tendría él unos setenta años cuando ingresó a mi vida recién tocando yo los seis años. Tenía fama de excéntrico en la familia, vivía sólo, casi aislado diría, y un día lo visité a escondidas porque lo tenía terminantemente prohibido, y acaso fuera esa la razón por la que me fascinaba aquel personaje huraño recogido en la colina del bosque de pinos, muy cerca del río de la aldea. Su casa apenas se mantenía en pie y su interior estaba abarrotado de lo que ese día supe que eran libros. Tomó uno y me dijo “aquí es donde está la vida inmortal, y no muere porque la escriben”. No entendí el significado de aquello pues ni siquiera tenía aún conciencia de la mortalidad. Para mí, todo aquello que me rodeaba, personas, pájaros, el molino, los cipreses, la iglesia, las borracheras de los mayores, existía desde siempre y siempre existiría.

A pesar de que todos los días tenía que pasar por el cementerio, carecía de su sentido como territorio adonde iban a caer todos los que morían. Entretanto me mostró, entresacados de aquel desorden monumental, dos tomos enormes, empastados en verde, “este es el Quijote y aquí está todo lo que debes saber en la vida. Léelo.” Me los tendió, pero era tal su peso que tuve que dejarlos en el suelo y sentarme sobre ellos. “No, así no te va a entrar nada. Leer es con los ojos y con la cabeza, no con el culo.” Ese día salí de allí sabiendo que leer era descifrar aquellas cajas llenas de papel perfectamente cortado y atiborrado de líneas que semejaban miles de rectos caminos de patas de mosca. Nunca más volví a verlo. Murió poco ante de que me embarcaran para Venezuela. Pero su voz gruesa de aguardiente y picadura de pipa quedó grabada para mí con un único e indeleble sonido: “Lee”. Desde entonces le hago caso. Pero no han sido pocos los obstáculos que he debido vencer para sentirme digno de aquella encomienda, primero enigmática, después esclarecedora.

Cuando comenzaba a armar mi propia biblioteca, tendría unos dieciséis años, a la vista de unos treinta libros y con uno más en la mano, acabado de comprar gracias a mi padre y la exigua mesada que me entregaba los viernes, mi madre me soltó: “¿No te parece que tienes ya suficientes libros como para seguir comprando?” Pregunta terrible, pues en su fondo sobrevolaban las estrecheses que nos cercaban. Y mi padre vino al remate, “Yo no he leído ni un libro en mi vida y mira, aquí estoy, no por los libros sino por el trabajo.” Sorteé como pude esas inquisiciones, y poco después obtuve mi primer empleo gracias al cual ya pude seguir comprando libros sin excesivos remordimientos de conciencia. Pero lo peor vino después, con mi primera novia. A ésta parece que no la visitaba con la asiduidad que necesitaba, y mi excusa siempre era idéntica: “Es que estaba terminando un libro y no podía dejarlo.” Un buen día fui a verla pero no estaba en la casa. Su madre, con una sonrisita socarrona, me informo que se había ido al cine con una amiga, “porque tú problema es que tomas más en cuenta tus libros que a ella, y se cansó.” Claro, no reaparecí por allí.

En fin, que de tropiezo en tropiezo, de admonición en admonición, de advertencia en advertencia, seguí adelante a pesar de todo, y hoy me blasono de haber vivido la Edad de Oro del libro, esa última mitad del siglo pasado que cubrió nuestro planeta de literatura por todos lados y por cualquier razón, que hizo de la industria editorial una de las más potentes e influyentes en nuestra cultura, que achicó el mundo al poner a circular los libros de nación en nación a una velocidad vertiginosa, al punto de que a un país editorialmente pobre como el nuestro, me refiero a los años 50, lo abastecían desde Argentina, México, Colombia, España en cantidades suficientes y con calidades adecuadas. Así que me han faltado muchas cosas, pero libros nunca, lecturas jamás. Y aquí estoy, nada peor que muchos otros, sean lectores o estén reñidos con la letra impresa, embriagándome con los olores estimulantes de las páginas recién salidas de la editorial, percibiendo el tacto peculiar que se adhiere a las yemas de los dedos mientras ojeo el libro que me convoca. Doy una mirada circular a mi biblioteca y se me hace emocionalmente obvio que tengo con ella una deuda que jamás podré saldar. De muy pocas personas he recibido lo que ella me ha obsequiado a lo largo de mis años. Es que vivir sin que me rodeen libros sería para mí el más insoportable de los suplicios.

Y ahora me encuentro con que el libro está en vías de extinción porque las nuevas formas de cultura urbana y popular y juvenil (donde está, y en ningún otro lado, el reservorio indispensable de lectores), se desplazan cada vez a mayor velocidad hacia los formatos electrónicos y digitales de diverso tipo, hacia el lenguaje visual y el discurso sintético. Reflexiono y me doy cuenta de que el libro, desde el mismo momento de su aparición, estaba destinado a desaparecer, del mismo modo que todas las formas de escritura que le precedieron. No hay más vuelta, no solamente somos mortales sino que lo son todas nuestras creaciones, y el libro, con toda su importancia a cuestas, no es más que una de ellas, y esa es su condena.

Por fortuna, su declive no parece que se deberá a la quema de libros por parte de los fanáticos de cualquier tiempo y lugar, o a una prohibición absoluta que obligue a memorizarlos (como en la inolvidable Fahrenheit 451, tanto la novela de Bradbury de 1953, como el film de Truffaut rodado en 1966), ni siquiera a una escalada de precios que los convertirá en inaccesibles o a protestas salvajes del ecologismo radical estigmatizando al libro como insaciable depredador de bosques. No, será una desaparición paulatina, pacífica y apacible pues no se esfumará de un día para otro, tardará unos años todavía y, en definitiva, será tranquila. Es decir, un buen día nos despertaremos (los que estén vivos entonces) y veremos a librerías y libreros reconvirtiéndose gradualmente a otras artes y oficios, con cierta preocupación, supongo, pero no especialmente deprimidos, porque la oferta de libros está próxima al punto cero pues la demanda es casi invisible. Y ya está.

Entretanto, aconsejo repasar las páginas de una suerte de libro de libros que agradecemos a la filóloga alemana Christiane Zschirnit quien, acaso involuntariamente, rinde un servicio a la posteridad con su recensión de un centenar de libros que resumen toda la luminosa y enigmática aventura humana. Morirá el libro, lo que no resulta en absoluto extraordinario como dijo Esenin, pero no será olvidado (¿o sí?). Y nada más. El que lea el último libro que no se olvide de apagar la luz cuando salga.

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Christiane Zschirnt
LIBROS. TODO LO QUE HAY QUE LEER
Taurus, Bogotá (Colombia), 2004