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Locura por la marihuana: la pérdida de un hijo

The_Lost_childPor Dominique Browning

New York Times

Cualquier padre que haya tenido que enfrentar el abuso de las drogas de un hijo, conoce la larga agonía del desespero, la impotencia, el miedo, el dolor y, cuando aun hay la posibilidad de recuperación, la esperanza. Esa última es tal vez la más demoledora de todas. La esperanza quiere decir que no estás lo suficientemente anestesiado, no has llegado a la paz dentro del caos al que ha llegado la vida, no estás tan derrotado y rabioso como para que no puedas intentar ayudar a tu hijo. Julie Myerson, una novelista que vive en Londres, madre de tres niños, finalmente tuvo que sacar a su hijo mayor de la casa—y cambiar las cerraduras—cuando su adicción al cannabis lo volvió tan loco que se puso violento. Tenía 17 años.

“Estoy aplastada, derrotada. No pienso en otra cosa que el hueco negro y profundo que es la pérdida de mi hijo,” escribe en “The Lost Child: A Mother’s Story.”

Myerson se somete a un curso intensivo sobre las drogas. Descubre que su hijo fuma skunk, un tipo de cannabis cuyo contenido de THC es mucho más potente que el tipo de monte cultivado en el jardín. Yo tampoco había escuchado hablar del skunk, pero una búsqueda rápida por internet me llevó a un sitio en el que se puede comprar semillas para cultivar en casa, promocionándose con la oferta de una toxicidad hasta de 22 por ciento de tetrahidrocannabinol (THC) en algunas variedades. Mi carrito de mercado se quedó vacío mientras navegué incrédulo. Aun cuando se mercadean variantes más fuertes, las investigaciones médicas ligan el uso del cannabis con cambios cognitivos parecidos a los desórdenes psiquiátricos tales como la esquizofrenia, el desorden bipolar, la depresión profunda y el desorden ansiolítico. Y sin embargo estamos debatiendo sobre la naturaleza adictiva de la marihuana y si es o no una droga de entrada hacia otras, o si debiera legalizarse. Estamos volviéndonos locos colectivamente. “The Lost Child” es un grito de ayuda y una petición de que reconozcamos el costo que esta droga tiene para nuestros hijos.

Myerson tiene otra cosa en mente mientras la vida de su hijo se desmorona. Está en el proceso de escribir un libro sobre una mujer joven, Mary Yelloly, que murió de tuberculosis en 1838, a la edad de 21 años. Mary dejó atrás un “extraordinario” álbum de más de 200 acuarelas de una vida familiar de fantasía en la Inglaterra Regency. (Al Yale Center for British Art le pertenecen otros tres cuadernos de dibujo que se le atribuyen a sus hermanas.) Myerson quiere darle vida a Mary Yelloly, buscando los descendientes de la familia, visitando viejas casas, descubriendo diarios y recuerdos escondidos en cajas de cartón. Entre las páginas hay descripciones de la locura que se desata en la casa de la propia Myerson. Su hijo se ha vuelto contra su propio hermano de 13 años. Está durmiendo en los sofás de amigos, despareciendo durante semanas a la vez, solo para regresar demacrado, enfermo, insensible y todavía drogado.

Mary y el muchacho son un par raro y difícil. Ir de una historia a la otra es confuso y discordante—a Mary se le refiere como “tu”; “el muchacho” sin nombre siempre es referido en tercera persona—y es desesperante. Tal vez hay un problema en la traducción: no pude entender porque debía importarme Mary Yelloly. Su historia palidece en comparación con la del muchacho. Hay algo tibio en el efecto.

Pero puedo vislumbrar hacia donde se dirige Myerson. Madres de cualquier siglo llorarán a sus hijos perdidos. Madres de cualquier siglo guardan pequeños recuerdos de su amor. Cada era tiene su peste. Pero la narrativa que se desdobla del niño enfermo—un niño enfermo entonces y ahora—tiene una urgencia tan inviolable que tuve que contenerme para no pasar las hojas sobre Mary para seguir con las del muchacho. Myerson realza la naturaleza ilusoria de su búsqueda en una escena conmovedora donde recurre a sus fortalezas como escritora: una conversación en una iglesia con el fantasma de Mary. “Está muy solo,” Mary le dice. “El regresará.” Las madres buscaran consuelo donde puedan.

Por supuesto, Myerson no encuentra respiro en su imaginación. Es brutal al describir como ella y su familia son arrastrados por variantes desconsoladoras del infierno. Hablan con un psiquiatra que les explica la potencia del THC del skunk “puede producir daños inimaginables e irreversibles.” Atienden reuniones de Familias Anónimos. Le quitan el dinero a su hijo, que rechaza la rehabilitación, pero luego ceden. El ciclo se repite varias veces, con terribles consecuencias. Entre los momentos más desgarradores está la lucha del muchacho por la llave de la casa; le pega tan duro a su madre por la cabeza que le perfora el tímpano. Pero aun más impactante es que, al regresar del hospital, la familia sale a cenar y “hablamos de otras cosas. Hablamos y reímos. El muchacho no se disculpó y yo no le pedí que lo hiciera”.

¿“En serio?” escribí en el margen, con tanta fuerza que mi lápiz sobrepasó el papel. Caí en la trampa de la Paternidad desde el asiento trasero. Myerson tenía sus razones, buenas, compasivas. Y deja claro que nadie es más duro con los padres de hijos perdidos que los padres mismos, quienes, sin el legado de ver hacia atrás debido a sus dificultades, revisan compulsivamente cada decisión, dudan de cada vuelta, escarban cada fragmento de memoria, buscando una clave: ¿porqué ha pasado esto? Myerson describe una llamada abusiva de un conocido cuyo hijo tiene la misma edad que el suyo; la madre quiere que Myerson sepa que es una madre irresponsable y equivocada, cuyo amor duro ha llevado a su hijo hacia el abismo.

¿Qué podemos hacer? Se preguntan una y otra vez el padre y la madre. Es una pregunta que resuena a través de la (lamentablemente) creciente literatura sobre niños y el abuso de las drogas. Alce la mano si alguna vez llamó a un padre para decirle: “Su hijo está en problemas. Su hijo está en drogas. Los amigos de su hijo están preocupados por el.” Es lo que esperaba; no muchas manos. “El niño perdido” le gustará a los lectores de “Beautiful Boy,” de David Sheff, quien todavía lleva el estandarte—pero eso no es suficiente. Estos son libros para todos los padres, sin importar en que condiciones creen que están sus hijos. De hecho, estos libros son para cualquiera que esté interesado en las políticas públicas relativas a las drogas. ¿Porqué escogeríamos no ver lo que sucede a nuestro alrededor? Libros como este son la señal de una consciencia creciente. Y el comienzo de la esperanza de que podemos hacer el bien por nuestros hijos.

El nuevo libro de Dominique Browning, “Slow Love,” es una memoria, y saldrá publicada en la primavera.

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THE LOST CHILD

A Mother’s Story

By Julie Myerson

326 pp. Bloomsbury. $26