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Escritor, embustero

cabrujasPor Francisco Suniaga

Si alguna fama tienen bien ganada los escritores es la de ser embusteros. Pero a diferencia de otros mentirosos, con intereses oscuros, al escritor lo mueve la necesidad de contar una buena historia. Esa necesidad, si no legitima del todo, por lo menos atenúa el dolor de mentir. Si una buena historia se cuenta como propia, ¿qué importa que no lo sea?

El embuste más común de un escritor, incluso cuando hace de narrador oral espontáneo que anima una velada con sus historias, es asumir el rol de protagonista de hechos o situaciones que en verdad les ocurrieron a otras personas. En su descargo, habría que añadir, se trata de cuentos entre cuyos requisitos para ser contados está el de contarlo en primera persona del singular. Si no se narra así pierde fuerza y narrar una historia así es peor que mentir.

Me contaba el editor Carsten Todtmann que, preocupado por el ritmo lento que llevaba José Ignacio Cabrujas escribiendo el ensayo para el libro Caracas (Oscar Todtmann Editores,1988), solía ir a conversar con él para ver cómo iba la cosa. Cabrujas se excusaba diciendo que estaba enredado ante la complejidad de Caracas y que no encontraba el perfil deseado para producir algo que fuese medianamente original. Todtmann, editor al fin y al cabo, trataba de aportarle algunas ideas, pero pasaban los días y el escritor nada que avanzaba.

Un día, con unos tragos de por medio, Todtmann le contó que hacía unos años, cuando trajo a su novia alemana a Caracas, ella quiso saber en qué lugar exacto de la ciudad había nacido él. Esa pregunta le pareció la excusa perfecta para acercarse hasta la esquina del Cuño, donde estaba la clínica Fleury Cuello, y mostrarle el antiguo caserón donde vino al mundo. Y, oh sorpresa, en el lugar no había nada, sólo algunos escombros donde merodeaba un gato. Carsten Todtmann pasó el camino de regreso tratando de explicarle a su novia que las cosas en Caracas eran así, que de repente algo estaba y después no estaba. Simple para una mente caraqueña (como la de Todtmann, a pesar del nombre), pero incomprensible para una alemana.

Dos o tres días después de aquella conversación con whisky, Cabrujas, con un “toma tu vaina”, le entregó a Todtmann un legajo: el maravilloso ensayo La ciudad escondida, el mismo donde se acuñó aquella frase definitoria de la caraqueñidad, “Mientras tanto… y por si acaso”.

En ese ensayo, centrado en el carácter efímero que todo tiene en esta ciudad, Todtmann se encontró con el siguiente episodio: “Me dio por enseñarle el lugar donde Matilde me trajo al mundo…De Poleo a Buena Vista Nº 11-B.Y fui con mi novia, muy a lo Sterne, al arcano vientre de este formidable natalicio. Pero no existía. Quiero decir no existía 11-B, no existía Poleo ni mucho menos Buena Vista, ni calle, ni barranco, ni sótano, ni nada. Ni siquiera la topografía, ni el consuelo de decirle, mira novia, tumbaron la casa, pero allí donde está ese taller mecánico, o esa quincalla de sirios, nació este servidor”.

La verdad de lo ocurrido nunca se sabrá. Imposible saber, por ejemplo, si la anécdota de Todtmann fue ese disparador de la creatividad que Cabrujas estuvo esperando para darle forma a su ensayo. Más aun, como quiera que a Todtmann le gusta escribir, quién sabe si lo que me contó efectivamente sucedió así o si fue otro el protagonista de “su” cuento. Finalmente, tampoco hay que olvidar que el suscrito escribe y, como todos los que lo hacen por la compulsión de narrar historias, también miente.