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Una gran novela cinematográfica

Libre lectura

la_carreteraPor Joaquín Marta Sosa

La gran literatura puede nutrirse con los ingredientes de la que apuesta por la vía comercial del gran público y las súper ventas. Es decir, una mezcla de suspense sostenido, de atmósfera intimidante, de misterios que acuden uno tras otro sin que ninguno se desvele. Estructura narrativa asida al párrafo breve, contundente, intenso, sin concesión alguna a la expansión ni al gustarse a sí misma, seca y directa como un disparo infalible. Una economía extrema en personajes y una historia central sin apenas ramales. Claro, para obtener de todo ello un resultado cuya calidad sea capaz de sorprender, el escritor tiene que haber recorrido millares de páginas en blanco a las que fue alimentando de historias, tras largos años en los que su escritura se fue afinando. Este es el caso de Cormac McCarthy (1933, Providence, Rhode Island) y de su absolutamente admirable novela La carretera, ganadora del Pulitzer, y que para mí se inscribe ya en los clásicos de este siglo.

McCarthy es autor de una saga literaria que puede calificarse como imprescindible. Suttree, probablemente la mejor de todas antes de La carretera, y Meridiano de sangre, un western estremecedor, lo han colocado (así dice Harold Bloom) entre los grandes de una narrativa, la norteamericana del siglo XX, que difícilmente pueda ser superada por cualquier otra. Su “Trilogía de la Frontera” (Todos los hermosos caballos, Ciudades de la llanura, En la frontera) y No es país para viejos, convertida por Ethan y Joel Coen, además de las actuaciones de Javier Bardem y Tommy Lee Jones, en una película inolvidable, culminaron su ascenso a un reconocimiento sin fisuras. Escritor solitario que apenas si da entrevistas y que concede apariciones públicas con una tacañería sólo semejante a la de J. D. Salinger, al punto de que durante años la prensa carecía de fotografías de él igual que en el caso del autor de El guardián entre el centeno.

En una de sus infrecuentes entrevistas, afirmó que “un escritor es el que trata las cuestiones de la vida y de la muerte, lo demás carece de interés”. En su caso, en efecto, toda su narrativa se circunscribe obsesiva y hondamente a esta parcela tan delimitada y a la vez tan honda por la que discurre la condición humana, que en La carretera alcanza una tensión tan alta que supera la de cualquier otra que yo haya leído, se los aseguro.

Un comienzo abierto y un final sin cierre. Una novela que se puede expandir por sus dos extremos desde los impulsos de nuestra imaginación.

Un padre y su hijo, de los que apenas se nos da información, cruzan un territorio desolado, cubierto por una niebla permanente de cenizas, arrasado por el fuego (¿una hecatombe nuclear?, ¿un bombardeo inclemente con sustancias de enorme agresividad?, ¿un incendio de proporciones infernales?), cubierto de toda clase de objetos retorcidos por una incineración voraz. Los dos solos, caminando con un rumbo: ir al sur, al sur donde se encuentra el mar, como si éste pudiese aportar la calidez que tierra adentro ha sido expulsada por una gelidez insufrible, como si en la costa, de llegar a alcanzarla, pudiese encontrarse una puerta de escape a este mundo de ruinas por el que deambulan día y noche, defendiéndose de un clima maligno, sobreviviendo con lo que han dejado tras sí los que han huido o, más probablemente, han muerto. Nada más. Dos fugitivos no se sabe muy bien de qué, solitarios y perdidos, buscando el mar como escape, el mismo mar donde millones de años atrás se originara la vida. Arriesgando a cada paso las suyas propias, borrando huellas y señales para eludir grupos que han derivado en el canibalismo y en el atraco sanguinario, que han sometido a esclavitud a los que apresan; sumergiéndose en ciudades y pueblos fantasmales; descubriendo aquí y allí algún regato de agua fresca, restos de comestibles enlatados en tiendas evisceradas como reses por los saqueos, finalmente alcanzan la costa obsesivamente perseguida. “Una hora después estaban sentados en la playa contemplando el horizonte cubierto de niebla tóxica. Sentados con los talones hundidos en la arena vieron cómo el mar sombrío les lamía los pies. Frío. Desolado. Sin aves.” No hay escapatoria posible. La tierra está calcinada y el mar es un magma venenoso donde no despunta ninguna ruta que permita distanciarse de aquellos páramos sombríos y espantosos.

De la vida nadie puede escapar, y en ella nos aguarda la muerte. La tierra es nuestro alimento, pero su destino puede signarlo el derrumbe de toda fertilidad, de cualquier frescura, de un rastro humano amigable. Y en este universo, cerrado como una prisión de la que es imposible evadirse, la humanidad se mueve con la desesperación del que aterrorizado procura que el fin, la catástrofe, no dé con él. Esto es La carretera, un certero testimonio de que la humanidad, en el fondo, siempre está a la intemperie.

La historia comienza cuando padre e hijo ya están en el camino, huyendo y, al mismo tiempo, con una meta. No sabemos de qué huyen, no sabemos qué ha ocurrido. Podemos imaginarlo todo. Al final, a punto de fracasar el escape, titila una pequeña, ¿breve?, luciérnaga de solidaridad, y el camino vuelve a reemprenderse, ¿hacia dónde?, ¿en este mar de escorias habrá un islote limpio, con una migaja de sol y un vislumbre de cielo cálido donde poder recomenzar? ¿Todo fin es un comienzo, como afirmaba Eliot?

En el reciente Festival de Venecia se presentó su versión fílmica, dirigida por el australiano John Hillcoat y con la actuación, dicen que magistral, de Viggo Mortensen (el padre) y Kodi Smit-McPhee (el hijo). Explicó el director que “hemos contado qué pasa cuando no tenemos nada.” Es verdad, en el fondo, esa es la novela: no tenemos nada, sólo vida permanentemente amenazada por la muerte. Y lo es y cuenta de un modo tan completamente cinematográfico que más que leerla, de pronto cobramos conciencia de que “la hemos estado viendo”.

Así, esta novela guarda tal poder de fascinación que a pesar de que toda ella transcurre en una suerte de círculo cerrado, donde mañana, tarde y noche acontece lo mismo, siempre lo mismo con pequeñas aventuras y algunos descubrimientos eventuales que la pespuntean de ligerísimas variaciones, a pesar de ello, digo, es imposible (al menos así fue en mi caso) dejarla de lado. Como nos puede ocurrir con Moby Dick, la novela clásica de Melville, que a pesar de que la lastra el fardo de las descripciones cetológicas, no podemos dejar el Pequod a mitad de viaje, lo acompañamos con el capitán Ahab hasta su día fatal. Así sucede en La carretera, la primera novela cinematográfica de la literatura. Desolación en estado puro. Imágenes desoladas hasta la más radical de las purezas.

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Cormac McCarthy

LA CARRETERA

Mondadori. Barcelona (España) 2007