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Para no desertar de la salvación

LIBRE LECTURA

TheBurmeseHarpPor Joaquín Marta Sosa

Mi memoria no alcanza a saber cuándo fue, pero fue hace muchos años. En la Cinemateca todavía gobernaba Lorenzo Batallán, creo, cuando programaron esa película japonesa, El Arpa de Burma, que por razones no del todo claras me persiguió desde entonces desde mi propio interior, tal fue la marca que dejó en mi y no cejé de buscar una copia por tierra mar y aire sin encontrarla. Pero allí seguía aquella historia de un soldado japonés que embarcan con un batallón en los meses finales de la Segunda Guerra. El destino, Birmania, o Burma según el lenguaje local, en manos de los japoneses que comenzaban a sentir el asedio de las tropas inglesas enviadas allí para liquidar aquella ocupación.

La película (El arpa de Burma o The Burmese Harp, dirigida por Kon Ichikawa en 1956, Mención de Honor en el Festival de Venecia, nominada como Mejor Película Extranjera en los Oscares de 1957) estaba armada con un toque especial de elevación desde la condición humana y los abismos de la muerte en masa de aquella guerra. El personaje central, el cabo Mizushima, que sacudía la nostalgia y las depresiones de la tropa interpretando en una rústica arpa las canciones amadas por esos soldados, grabadas en su memoria sentimental más profunda. Dichas melodías no sólo sirvieron para salvar del derrumbe moral al batallón sino que vibraron de tal manera en el espíritu del arpista que éste termina por desertar, se convierte al budismo birmano haciéndose bonzo y decide consagrarse a la tarea de enterrar a los muertos dejados en las trincheras de batalla, sin compasión alguna, a disposición de los carroñeros. Era el último respeto que le debía a un semejante.

Supongo que esas imágenes de un monje acompañado por su arpa y por un guacamayo azul sobre su hombro izquierdo, cruzando montañas, atravesando ríos, adentrándose en selvas y en aldeas, en busca pertinaz de muertos sin entierro para que ninguno fuese excluido de una ceremonia esencial para el tránsito respetuoso de una vida a otra a partir de la muerte. Supongo que esa conciencia tan alejada de la nuestra fue parte de aquello que me sobrecogió en el film. De allí que nunca olvidé, ni olvido, a ese soldado devenido en bonzo pacifista a contrapelo de las terminantes órdenes militares que recibió.

Años después, en medio de mi pesquisa hasta hace poco fallida, encontré la novela que dio origen al film, un clásico fundamental en la literatura japonesa de posguerra. Se trata de El arpa birmana de Michio Takeyama, escrita al filo de la conclusión misma del conflicto bélico, en 1947. Un una novela típica de aquellos años, es decir, que cuenta con largueza una historia, que junto a los tres personajes principales (uno de ellos es el narrador, el otro es el jefe del batallón y el tercero es el cabo arpista) abre un delicado abanico coral de voces y presencias que se van encontrando sobre el campo de la muerte, no otra cosa es el campo de batalla, para reconocer que la única verdad importante es que no son tan diferentes los soldados japoneses de los pobladores birmanos, y ambos tampoco se distancian mucho de las compañías británicas allí apostadas en son de guerra. Ésta se le revela al cabo Mizushima, en esencia, no como la que enfrenta a japoneses contra birmanos y a ingleses contra japoneses, sino a seres humanos contra seres humanos, a semejantes con las mismas ilusiones y necesidades que son llevados a la destrucción empuñando banderas, voceando himnos y lanzando la metralla de un patriotismo cuya rémora es que sólo se reconoce a sí mismo y carece de posibilidades para ponerse en el lugar de los otros. El patriotismo bélico desconoce la compasión y sólo es capaz de regar la crueldad.

Es en ese reconocer al otro no el las diferencias, que son patentes, sino al de las semejanzas, las similitudes, que no aparecen a primera vista, que no pueden otearse con facilidad, pero tan pronto como el arpa suena y las voces entonan las canciones, emergen con una evidencia incuestionable; tan pronto como los muertos comienzan a alimentar con su sangre los tierrales donde se han enfrentado contra el enemigo, comienzan a parecerse, como una gota de agua a otra, a los muertos del enemigo; tan pronto como música y muertos son reunidos en las ceremonias de la inhumación, algo intenso, inquebrantable, los plena de dignidad y les convierte en merecedores del más alto de los respetos, el de asegurarles reposo y paz así en la tierra como en el cielo de sus dioses, sean éstos los que fueren. Y en ello se empeña de corazón el cabo Yasuhiko Miszushima.

Dimite de su batallón porque siente en el fondo de su alma que debe desertar de la guerra. Y a su Capitán le escribe desde los parajes remotos de Birmania donde termina por recalar, que ha decidido no abandonar jamás este país extranjero que hace suyo; que de lo que se trata, incluso en esas condiciones tenebrosas de la guerra, es de ayudar a la salvación, personal y colectiva. Es decir, salvarnos del horror de la violencia y de esas patrias nacionales que legitiman el exterminio de “los otros”, los diferentes, que a fin de cuentas son absolutamente nuestros semejantes, para verlo basta con quitarnos y quitarles todo lo accesorio.

Los ejércitos, en verdad, no tienen en común la defensa de las patrias y de las creencias que las acompañan y las entenebrecen muchas veces. Lo realmente común entre ellos “son los muertos que ponen en el campo de batalla”. Esta es la fulgurante revelación que impulsa a Miszushima hacia una religiosidad que impregne de reconocimiento y posibilidad de salvación de los destinos despiadados. La religiosidad que decide abrazar, dice, “suscita en el interior una intrepidez desconocida para alcanzar la verdad” y su valor consiste en nos adentra en “una lucha para conquistar el baluarte invisible del espíritu.” Y va más allá, a territorios más prácticos pues sus compatriotas sólo “inclinan la balanza de lado de la eficacia, en términos de ‘¿qué puede hacer este sujeto?’ Pero no nos preguntamos ‘cómo es él humanamente’ (…) El perfeccionamiento humano, la mansedumbre, la profundidad… Alcanzar aquí abajo la salvación y desde aquí hacer por compartirla con otros. De ninguna de estas cosas se no ha enseñado verdaderamente nada… Yo quiero a partir de ahora recorrer ese camino”.

Novela clásica y que, por tal, no tiene desperdicio ni literario ni moral. Ni medio siglo atrás ni dentro de siglo y medio. Ha sido una gran alegría para mi vida leerla por primera vez y volver a encontrarme con aquel film que tanto estremeció mi juventud.

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Michio Takeyama, EL ARPA BIRMANA (DEBOLS!LLO / Ediciones del Viento, Barcelona, 2009)