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Diario: Caracas moderna (2)/Romain Gary

Con el proyecto de ciudad andando, a mediados de los años cincuenta, la modernidad estaba lista para hacer su aparición en Venezuela, y lo hizo. Todas las condiciones estaban presentes. Ciudad, gente y artistas. Sólo hacían falta los antecedentes que legitimaran esta empresa intelectual. Y se consiguieron. En poesía se redescubrió a Ramos Sucre, un autor singular, el primer moderno de la lírica moderna, huérfano de ciudad y lectores. Su actitud visionaria y de ruptura, fue recompensada con el destierro voluntario y el suicidio.

En artes plásticas, se nombró a Reverón máximo exponente de la modernidad postergada y modelo de toda búsqueda artística seria. La burguesía criolla apoyó la empresa con entusiasmo y patrocinó proyectos urbanísticos y plásticos. La Ciudad Universitaria era el gran centro: cosmopolitismo, factura, originalidad, vanguardia, arte total, síntesis de las artes, obra abierta, participación. Olvido de las tradiciones, modernidad a toda costa, el “il faut être absolument moderne” de Rimbaud en pleno trópico. Un gran festival de la inteligencia dirigido con brillo por el mismo Carlos Raúl Villanueva que, una década antes, había atendido el tímido llamado de modernización del presidente Medina Angarita. Pero ningún proyecto de modernidad es ingenuo en términos políticos. Ni en la París de Haussmann, ni en Ciudad de México ni aquí. Detrás de la voluntad renovadora de la dictadura se disimulaba una aspiración a la perpetuidad, atributo de toda dictadura, seria o no. Grandes proyectos públicos para ocupar la creciente demanda de empleo. Una apertura que trataba de imponerse a las convicciones más locales y telúricas del depuesto gobierno de Rómulo Gallegos; el estímulo de un esteticismo que apartara a intelectuales y artistas del activismo contestatario. “Todos” colaboraron, todos menos los miembros del partido político que apoyó a gallegos y que era mayoría. Y ese “todo” era una rara amalgama que, en una misma mesa de trabajo reunía a los partidarios de la dictadura, representantes de la alta burguesía, comunistas, intelectuales, artistas y, por supuesto, el clero. La ideología de la modernidad nacional no se discutía en la sala llena de humo de algún bar o café de la naciente ciudad, sino en los salones coloniales y siempre gratos del Country Club de Caracas. Desde las paredes, los lienzos del maestro Cabré soportaban con elegancia y comprensión, la mirada crítica de los profetas de la modernidad.
VALENCIA, JUEVES 16 DE ABRIL DE 2009

Una de las lecturas dispersas que se me ha presentado durante estos días de Pascua de resurrección, ha sido la autobiografía De Romain Gary, el escritor francés de origen judío nacido en Rusia, exiliado durante la infancia en Polonia y, desde los catorce años, en Francia, su verdadera patria, a la cual defendió en ese “drole de guerre” que terminó con la más deshonrosa capitulación en 1940. Gary se unió a De Gaulle en Inglaterra, después de servir como piloto en la disminuida fuerza aérea francesa. Ha sido el único escritor distinguido en sendas oportunidades con el Prix Goncourt de novela. La primera vez con Las raíces del cielo (1956) y luego, bajo seudónimo, con La vida ante sí (1976). Después de la guerra ingresó al Quai d’Orsay y representó a Francia como embajador en Turquía, Bolivia y, como cónsul, en Los Angeles. Estuvo casado durante diez años con la actriz Jean Seberg . Escribió para cine y fue director de dos cintas. Una vida llena, dones y miserias que concluyó con el suicidio en su apartamento de París en diciembre de 1980, a los sesenta y cuatro años. Antes lo había hecho la Seberg. La promesa del alba es como se llama este libro extraordinario, comenzado y terminado durante su permanencia en California. Este es el primer párrafo, envidiable, de La promesa…:

Se acabó. La playa de Big Sur está vacía y sigo estirado en la arena, en el mismo lugar en el que me tumbé. La bruma marina dulcifica las cosas; en el horizonte, ni un mástil; ante mí, en una roca, miles de pájaros; en otra, una familia de focas: el padre emerge incansablemente del mar, con un pez en la boca, brillante y servicial. Las golondrinas de mar aterrizan a veces tan cerca que contengo la respiración y siento que en mí se despierta y agudiza un viejo deseo. Un poco más y llegarán a posarse en mi cara, a acurrucarse en mi cuello y mis brazos, a cubrirme del todo… a mis cuarenta y cuatro años, todavía sueño con cierta ternura esencial. Hace tanto tiempo que estoy tumbado en la playa sin moverme que los pelícanos y los cormoranes han acabado haciendo un círculo a mi alrededor y, hace poco, una foca se ha dejado arrastrar por las olas hasta mis pies. Se ha quedado ahí un buen rato, mirándome, de pie sobre sus aletas, y después ha regresado al océano. Le he sonreído, pero ha seguido allí, grave y algo triste, como si supiera.

El cuento de Gary cubre los años que van desde su niñez en Rusia y Polonia hasta la liberación de Francia en 1940. Este es el último párrafo, no menos envidiable, del libro de Gary:

Ya está. Pronto tendré que dejar la orilla en la que estoy desde hace tanto tiempo, escuchando el mar. Esta noche habrá algo de bruma en Big Sur, hará frío y nunca he aprendido a prender fuego y a calentarme por mí mismo. Intentaré quedarme aquí un momento, escuchando, porque siempre tengo la impresión de que estoy a punto de entender lo que me dice el océano. Cierro los ojos, sonrío, escucho…Todavía me quedan estas curiosidades. Cuanto más desierta está la orilla, más poblada me parece. en las rocas, las focas se han callado, y me quedo aquí, con los ojos cerrados, sonriendo, e imagino que una de ellas va a acercarse despacio a mí y que de repente voy a sentir contra mi mejilla o sobre el hombro un hocico afectuoso. He vivido.