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Caracas, miércoles 15 de abril de 2009
Se podría decir, sin que pasemos por antipatriotas, que la modernidad se presentó entre nosotros en Venezuela por lo menos con un siglo de atraso con respecto al modelo parisino. Algún intento hubo en ese interminable período de introducir algunas reformas en el urbanismo que se acercaran la capital de la república a la escurridiza modernidad. Fueron las intenciones y los anhelos del reiterado presidente Guzmán Blanco de vivir un poco de París en su trópico natal.
Algunas medidas necesarias y bienvenidas, teatros, plazas, iglesias y un dejo de costumbres y del estilo que había conocido en Europa. Y, en su mimetismo de Napoleón III, extremó al sobrino de Bonaparte en su olímpico desprecio por la estética contemporánea. Su “modernidad” no iba más allá de una ciudad que fuera reflejo de sí mismo. Su estulticia e insensibilidad acabaron con los proyectos renovadores, tímidos pero renovadores, de Rojas y Michelena, amenazados desde el poder si insistían en su acercamiento a “modas” como el impresionismo. La pintura histórica como asignatura obligada. Pero la modernidad de Guzmán Blanco murió sepultada por el personalismo enfermizo del Ilustre Americano.
Después de Guzmán, Caracas se limitó a subsistir como sede de un gobierno cada vez más centralizado, con un palacio precario, en el que se alternaban los montoneros de turno. Lo que sigue es la lamentable historia de los “andinos en el poder”. El presidente Gómez llega a abandonar la ciudad capital para adentrarse en la provincia analfabeta, reflejo de su ignorancia y oscuridad intelectual. El gesto debe leerse como un patético desprecio a todo lo que oliera a moderno. Muchos años andinos seguirían, hasta que uno de estos generales, el único con conciencia de lo contemporáneo, comenzó a tomar en serio las ventajas de una ciudad moderna. Por primera vez, en el siglo veinte, se conoció una reflexión sobre el discurso urbano. Cuando hacía tiempo que París había sido desplazado por Nueva York como imagen de la ciudad moderna, un gobernante acudió a los expertos para que se encargaran de actualizar la preterida urbe. Pero la modernidad urbana no es una voluntad solamente. Son necesarios un financiamiento adecuado, una planificación laboriosa y una mano de obra especializada. El presidente Medina, por desgracia, tenía poco de los tres. Y el trienio que lo sucedió tampoco. A comienzos de los cincuenta, Estados Unidos comienza a sembrar lo que Rooosvelt había sembrado en los surcos de la Segunda Guerra. La sociedad de consumo se dedica a consumir y uno de los productos preferidos es la gasolina. Y mucha, para mover aquellos monstruos de acero que estaban saliendo, en cantidades inimaginables, de las plantas de Detroit. Así, de la noche a la mañana, Venezuela se descubre, en serio, como uno de los países más ricos del planeta. Ya no depende de los ingresos exiguos de una agricultura moribunda. Con los ingresos por la venta de petróleo, le llega a Venezuela un segundo regalo de los dioses, a la larga más valioso que el anterior. Me refiero, por supuesto, a la onda migratoria que comenzó a llegar desde la Europa empobrecida de la post-guerra. Gentes, que de lejos o de cerca, habían conocido, o vivido, en las grandes ciudades de sus respectivos países. Obreros de la construcción, electricistas, ebanistas, ceramistas, técnicos en ascensores, en grúas, en mezcladoras, en iluminación, maestros, artesanos, toda la mano de obra necesaria para la construcción de la ciudad moderna. Y con ellos, profesionales de la arquitectura, la ingeniería, la medicina, “you name it”. El tercer factor, la voluntad del gobernante, era inherente a su naturaleza dictatorial. Dictadores, émulos de Mussolini, que reflejaban su megalomanía en gigantescos proyectos públicos. De este modo, y por fin, a mediados de la quinta década del siglo pasado, estaba listo el escenario para que nuestra anhelada modernidad se cumpliera. A esas alturas del juego, gran ciudad y modernidad eran lo mismo. Aun bajo la sombra ominosa de la dictadura, la modernidad es inevitable. Al menos su nacimiento, porque la voluntad del dictador “è mobile”. En la Italia del mismo Muss, en la URSS de Stalin y en la Cuba de los Castro, al primer entusiasmo, siguió la desconfianza y, al final, la represión y el Gulag. Por fortuna, para los intelectuales y artistas venezolanos, esa dictadura, la de Pérez Jiménez, sólo duró diez años.
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16 de abril, 2009
Es necesaria la Educacion en los que aspiran a dirigir la politica de Estado???Al parecer la decision es NO,silo planteamos en el modelo Venezolano de hacer politica.Existe un total desconocimiento de lo que significa Urbanismo,Paisajismo,Transporte,Vialidad,y esa mentalidad del medioevo,de que las ciudades son eternas y que nunca envejecen.Sera posible un cambio de mentalidad,internalizar la evolucion,el progreso,abandonar el crecimiento sin desarrollo y en definitiva realizar una labor positiva que trascienda en el tiempo y nos brinde una optima Calidad de Vida en nuestro Habitat.
17 de abril, 2009
La historia reciente nos ha enseñado que no es suficiente con preparar una clase gobernante. Venezuela lo hizo durante años de manera consciente desde universidades e institutos superiores. El problema fue que se permitió una salida irracional que desplazó del poder a quienes estaban listos para el relevo. No sólo hay que ejercer el poder de manera inteligente, tan importante como eso es saber mantenerlo.