Justicia

Francisco Delgado y la idea de derecho en la Constitución de 1999

Por Prodavinci | 13 de abril, 2009

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Prodavinci conversó con FRANCISCO DELGADO, Doctor en Derecho de la Universidad Central de Venezuela y Profesor de Filosofía de esa misma casa de estudios. Su libro “La idea de Derecho en la Constitución de 1999”, Serie Trabajos de Grado N° 16, constituye un aporte relevante para desentrañar la concepción jurídica que está detrás de la Constitución de 1999 de la República Bolivariana de Venezuela y alertar sobre sus riesgos.

La entrevista fue realizada por Victorino Márquez, Profesor de Derecho Constitucional Económico de la UCAB; y por Luis Alfonso Herrera, Profesor de Argumentación Jurídica de la UCAB y Derecho Administrativo de la UCV.

P: Existe una visión convencional, según la cual la Constitución de 1999 es una Constitución democrática. La oposición, que en su momento llamó a votar contra su aprobación, ahora se ha convertido en su acérrima defensora, a tal punto que algunos de sus líderes hablan de que no es necesario diseñar un proyecto de país, pues ese proyecto ya está en la Constitución de 1999. Por su parte, un sector importante de la ciencia jurídica se ha deshecho en elogios hacia la Constitución, sin reparar en sus peligros. En tu libro, desafías esa visión convencional y sostienes que los gérmenes del totalitarismo están presentes en ese texto. ¿A qué atribuyes esa visión convencional y cuáles son esos gérmenes?

R: Hagamos ciertas distinciones. En este momento, defender el respeto de la Constitución frente a la arbitrariedad y al autoritarismo tiene pleno sentido y justificación. No representa ello ningún compromiso con su ideología confusa y contradictoria; es más bien un instrumento de sobrevivencia que posee, además, enorme utilidad para dejar de manifiesto que el verdadero proyecto constitucional del actual gobierno dista mucho del que se dibuja en el texto vigente. La visión convencional favorable a un documento normativo tan deficiente deriva de un hecho muy simple: la Constitución de 1999 refleja la continuidad de una serie de ideas acerca del Estado, la justicia, la sociedad y el derecho sobre las que la mayoría de los juristas y de los políticos venezolanos ha estado de acuerdo desde hace décadas. El que la ciencia jurídica muestre tanta simpatía frente a ella se debe fundamentalmente a la consideración aislada de ciertas normas o instituciones que parecen reflejar en verdad cierto progreso en determinados ámbitos; pero cuando se la examina desde una perspectiva de conjunto -y quizá esto es justamente lo que la mayor parte de nuestros juristas, habituados a concentrarse en un pequeño sector de la realidad del derecho, no siempre son capaces de hacer- entonces se perciben con nitidez sus incoherencias y la mentalidad colectivista y autoritaria que la inspira. Los signos o gérmenes totalitarios son muchos pero mencionemos ahora cinco que se encuentran entre los más relevantes dado que de ellos se desprenden efectos muy diversos: 1) La propia definición del Estado, que ya no es esencialmente de Derecho; 2) La visible pérdida de importancia del Poder Legislativo; 3) La desvinculación de los conceptos de justicia y legalidad; 4) La institución de un Poder autorizado para someter a su rectoría y vigilancia la totalidad de los procesos electorales que se llevan a cabo en las organizaciones de la sociedad; y 5) La consagración expresa de la posibilidad de convocar una asamblea constituyente que, tal como fue concebida, mientras sesiona es incompatible con la existencia de un orden jurídico stricto sensu.

P: Richard Pipes, historiador de Harvard, quien ha dedicado buena parte de su obra a la historia del comunismo, concluye su libro Propiedad y Libertad: dos conceptos inseparables a lo largo de la historia (Fondo de Cultura Económica) con una cita clarividente de Alexis de Tocqueville: “No temo que las generaciones futuras encuentren tiranos entre sus gobernantes sino más bien guardianes. Tales guardianes privarán a los pueblos de su libertad al satisfacer sus deseos y al explotar después la dependencia engendrada por su generosidad”. En tu libro, señalas que la concepción de los derechos sociales que se observa en la Constitución de 1999 conforma un ejemplo de las dificultades de una visión del Estado en la que se presenta como fin último a realizar, y no sólo proteger, la autonomía de las personas. ¿Diseña la Constitución de 1999 un Estado Guardián?

R: Es muy claro que, en su propósito de ir más allá del Estado social de derecho pero sin comprometerse expresamente con una ideología de tipo socialista -cuyo fin histórico estaba muy fresco en la opinión pública en el año 1999-, el constituyente engendró una forma de ordenación política y jurídica que no es más que la exacerbación de todas las tendencias paternalistas, colectivistas, populistas e intervencionistas del Estado social. Sin embargo, esto no lo hizo coherentemente, y por ello encontramos en el texto el reconocimiento de múltiples principios o instituciones propias de lo que sería un orden político liberal, junto a otras que sólo pueden existir dentro de un sistema socialista; y notemos que este poco feliz esfuerzo de síntesis ha generado innumerables incongruencias tanto en la administración como en la actividad legislativa y judicial. La raíz de la contradicción se encuentra en el hecho de que el constituyente no quería consagrar un Estado social, y al mismo tiempo no podía consagrar un Estado socialista. Si se piensa, como lo hace gran parte de la izquierda más primitiva, que el Estado social no es sino una forma disfrazada del capitalismo explotador, es lógico ver tal orden político, en el diseño más o menos equilibrado que ha cristalizado en muchas de las democracias liberales en occidente, como una construcción de la ideología dominante para asegurar el control de las estructuras económicas básicas, y por tanto como algo que no merece ser conservado. Hoy en día, el gobierno ya ha tomado expresamente distancia con respecto a tal forma de Estado y por ello se agudizan las contradicciones entre las políticas públicas y las normas constitucionales. De cualquier modo, en su afán por ir más allá, el texto de 1999 consagra una serie de derechos sociales poco menos que extravagantes y que evidentemente jamás serán cumplidos. Pero importa señalar que, como otros autores han observado, las cartas constitucionales relativas a este tipo de derechos prestacionales describen más bien potestades públicas que poderes o facultades del individuo. Aumentan la intervención estatal en todos los espacios de la vida individual y social, y he allí la conexión con la idea del Estado Paternal o Guardián. Pero lo cuestionable es hacer aquí una distinción muy tajante entre Estado Guardián y Tiranía, puesto que el primero se negará siempre a aceptar la autonomía del ciudadano como un límite primario de su actividad, ¿y de allí a la Tiranía qué tanta distancia puede haber?

P: En las reflexiones finales de tu libro afirmas que la Asamblea Constituyente de 1999 consideró válido el siguiente razonamiento “puesto que la justicia es algo de más valor que el derecho, entonces un Estado de justicia es más valioso y mejor que un Estado de Derecho”. ¿Qué peligros entraña este razonamiento?.

R: La primera frase tiene una significación perfectamente aceptable en la medida que, en nuestro mundo, la justicia siempre ha sido considerada como un ideal de perfección jurídica, social y política. El derecho, como orden real y efectivo de la vida, es juzgado de acuerdo con dicho ideal (aunque no sólo de acuerdo con él), y es inevitable que lo juzgado, en la medida que nunca coincide totalmente con la idea, aparezca como algo de menor valor. Se trata aquí de la diferencia entre lo ideal -que refleja la suma de todo lo que anhelamos como parte de una vida buena y perfecta- y lo real, como el modo en que se va concretando nuestro esfuerzo por alcanzar la meta última. La segunda proposición, en cambio, es completamente absurda e inaceptable. El concepto de Estado de Justicia posee, desde Platón hasta los totalitarismos contemporáneos, un sentido claramente incompatible con la noción de Estado jurídico o sometido al derecho. También un Estado de derecho es un Estado que aspira realizar la justicia, realizarla por medio de la ley que, en un orden democrático, expresa la voluntad mayoritaria que ha resultado de un proceso público de deliberación e intercambio racional. Lo que debemos tener muy presente es que la idea de Estado de justicia no es en absoluto una noción novedosa o progresista; significa, para cualquier efecto práctico importante, un Estado en el que se considera como suprema a una voluntad, y recordemos que esto es precisamente lo que el Estado de derecho procura evitar. Al rastrear el desenvolvimiento del concepto de Estado de justicia en la filosofía de los siglos XIX y XX lo que observamos es su clarísima vinculación con ideologías enemigas del Estado de derecho, de la separación de los poderes, de la prioridad de la libertad individual y del sometimiento de todos los órganos del Estado a la ley. Así pues, volviendo al razonamiento referido en la pregunta, podría decirse que la premisa es aceptable pero la conclusión es falsa y no se deriva de ella. La tensión entre derecho y justicia forma parte constitutiva de la civilización, y no puede ser superada con el recurso, intelectualmente deshonesto, de calificar como “de Justicia” a una determinada forma de orden político, porque también con respecto de este orden cabrá formular la pregunta acerca de qué grado de justicia tiene. En el fondo, lo que semejante concepto pretende es eliminar, en las circunstancias históricas reales en las que se hace efectivo, la interrogante acerca de la justicia, que es, como todos sabemos, el origen de una conciencia valorativa crítica del derecho tal como es puesto por ciertas autoridades. Su defensa significa entonces, en mi opinión: 1) El rechazo del principio de la soberanía de la ley y el regreso a un Estado de la soberanía de una voluntad; 2) La propuesta de una coartada moral permanente para la autoridad constituida; 3) La negación radical de los procedimientos políticos democráticos como vías para obtener acuerdos racionales sobre lo que va a entenderse como justo en determinadas instancias; y 4) La incorporación, en el orden jurídico característico de sociedades como la nuestra, de una antinomia insuperable entre derecho y justicia que conduce ineludiblemente a desencadenar, al mismo tiempo, las fuerzas de la anarquía y del gobierno tiránico.

P: ¿Crees que contenidos de la Constitución de 1999 facilitaron al gobierno de Chávez demoler la separación de poderes, el imperio de la ley y la autonomía privada mientras conserva altas cotas de popularidad, o más bien han sido las interpretaciones de la Sala Constitucional las que han contribuido con ese proceso?

R: O las dos cosas. O más bien: estas dos cosas y muchas otras. Es imposible no recordar, por ejemplo, que la sentencia de la Corte Suprema en que se acepta la posibilidad de una asamblea constituyente le pone fin al Estado federal en Venezuela. Si el pacto en que se fundamenta el Estado puede ser cambiado sin que se consulte a los sujetos que suscriben el pacto, ello deja al poder nacional como única fuente de poder legítimo, y al líder que lo detente en cierto momento como instancia suprema de la voluntad política. Diría más bien entonces que es el proceso constituyente el que abre la puerta a todas las violaciones posteriores, de un modo que en nuestra historia tiene su antecedente más claro en el proceso que da lugar a la primera Constitución del régimen de Juan Vicente Gómez. Que el contenido del texto incluye herramientas que han sido enormemente útiles para la conformación de un régimen personalista, sobre eso no hay duda. Que las interpretaciones del Tribunal Supremo no han estado orientadas más que a servir a un proyecto político, es algo que hoy está fuera de toda discusión dado que el propio tribunal así lo ha manifestado en diversas sentencias, y los magistrados se enorgullecen de reconocerlo públicamente en los discursos de apertura del año judicial. En todo caso, lo importante es subrayar que, desde su inicio, el proceso de refundación del orden jurídico ha estado, en los distintos niveles, paradójicamente acompañado de una clara voluntad de subordinar, tanto el viejo como el nuevo derecho, a la necesidad política coyuntural, definida ésta a partir de los intereses del grupo gobernante. Es muy visible desde hace años la convicción, generalizada incluso en el terreno judicial, de que el derecho es, en el mejor de los casos, una realidad dependiente o sujeta a lo político. Frente a esto, cualquier perfeccionamiento del diseño constitucional carece de relevancia, dado que no es posible construir un sistema de instituciones protegido completamente contra la disposición oficial y colectiva de todas las autoridades a violarlo. No quiero decir en este punto que el esfuerzo de ingeniería institucional sea inútil sino que cualquier logro en esta materia tropieza con una serie de creencias muy básicas sobre la naturaleza del derecho, su relación con la política y nuestro propio vínculo moral con la ley, que prácticamente condenan al fracaso a los planes e iniciativas más razonables y sensatos. Pienso que en la actualidad este debería ser entre nosotros el terreno primario de la reflexión constitucional.

P: ¿Qué carencias permitieron que se instalara en nuestra ciencia jurídica el irracionalismo que denuncias en el libro, y qué medidas habría que adoptar en las Escuelas de Derecho para revertir ese inconveniente proceso de degeneración del pensamiento jurídico en el país?

R: Esta pregunta requiere un libro completo porque los factores son múltiples y resulta muy difícil precisar qué es lo que opera allí como causa o como consecuencia. Veamos. Primero, tendencias filosóficas irracionalistas, relativistas, contrarias a la modernidad o, como algunos las llaman, postmodernas, han tenido resonancia y seguimiento en nuestras universidades desde hace décadas. Segundo, teorías o posiciones más o menos elaboradas, contrarias al Estado de Derecho y a los modelos de conocimiento y enseñanza jurídica que se desarrollan en él, han llegado a tener una influencia considerable entre nosotros al menos desde los años sesenta. En este punto no hay que subestimar el efecto profundo, aunque no siempre directo, de la visión marxista del derecho y del pensamiento jurídico, así como de las infinitas corrientes más o menos cercanas al marxismo. Pero lo que hay que resaltar por encima de todo es que estas influencias han operado dentro de un medio académico e institucional muy débil, escasamente orientado al debate, a la reflexión cuidadosa y a la crítica honesta, por lo cual el efecto desorientador de tales doctrinas se multiplica. Si a ello se le suma que la fortaleza de la ciencia jurídica depende en buena medida de la fortaleza del orden en el que se desarrolla, y que el conocimiento normativo sólo llega a existir como una actividad socialmente relevante allí donde el derecho constituye un valor, entonces la explicación se va haciendo más clara. Pero agregue esto: la proliferación de escuelas universitarias que carecen de las condiciones mínimas con respecto a la formación de su personal docente, donde ni siquiera se sueña con producir conocimiento, y donde las preguntas y los problemas relativos a los fundamentos del Derecho se consideran poco menos que una frivolidad propia de gente desocupada. Así pues, el irracionalismo de nuestra ciencia jurídica refleja no sólo la presencia de cierto tipo de doctrinas e ideas que se adoptan irreflexivamente como una suerte de moda sino que también refleja una total falta de orden: 1) en el propio sistema normativo; 2) en nuestra forma de concebir el objeto y el sentido del saber jurídico; 3) en nuestras ideas acerca de cuál es la finalidad del conocimiento del derecho como actividad socialmente relevante; y 4) en nuestras creencias básicas acerca de qué significa enseñar a pensar científicamente sobre el derecho.

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