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Diario: Souvenirs of Florence

Florencia, 26 de febrero de 2009

Aprovecho que Constanza tiene unas diligencias en Florencia para pasar unas horas en la querida ciudad de Dante. Un buen día en Toscana, no tan frío y menos húmedo. El Arno fluye tranquilo hacia Pisa y, más allá, el Tirreno. Desde las colinas, la pequeña San Miniato al Monte observa estas décadas recientes de tranquilidad. Ha conocido tiempos más difíciles, nada infrecuentes en esta ciudad, la más racional, en su urbanismo, de Europa. Tanta racionalidad no es, de ningún modo, un reflejo de su historia. Los florentinos son gente arrogante y, no pocas veces, intransigentes. A San Miniato al Monte fue a tener, a finales del XV, la enorme campana de bronce de la iglesia y monasterio de San Marco, cuyas celdas, una por una, fueron decoradas por Fra Angélico, una razón nada deleznable para encerrarse de por vida en esas estrechas paredes. A la caída “bruciata” del drástico Savonarola, se decidió que la campana era tan culpable como el irascible dominico. Y, habida cuenta que no se podía quemar la campana, como se había quemado a Girolamo, se condenó a la campana al exilio. Y San Miniato, para esos años, estaba extramuros, y allí fue a parar aquel broncíneo heraldo del justiciero dominico. De Savonarola guarda Florencia recuerdos ambiguos. En cambio, en Ferrara, su ciudad natal, se le rinde culto. Apenas a un costado de la catedral se levanta una hermosa estatua del buen Girolamo. Que me recuerda a la del otro gran “bruciato”, el nolano Giordano Bruno en Campo di Fiore.

No hay grandes exposiciones en este momento en Florencia, así que dedico la mañana al mercado y las librerías. En el mercado, para cumplir con el “ritual Nerbone”. Es decir, la visita al pequeño comedero donde se venden, desde la siete de la mañana, los mejores panini del mundo occidental. Sólo dos sabores a esta hora: lampredoto y carne hervida. Para acompañarlos, dos salsas. Una clásica, verde, especie de delicioso pesto de perejil, anchoa, ajo y aceite de oliva. Y, la otra roja, con fragancias inconfundibles de peperoncino. Un picante salvaje, para cabezas grandes y estómagos irrefutables, propio de camioneros y de los docentes y estudiantes de la cercana Universidad de Florencia. El que sobreviva a esta salsa dantesca, sólo debe preocuparse por los pulmones y el dolor de espaldas. Por esta vez, me limito a un vaso de Chianti, el peor de ellos, pero, a esa hora tan temprana, el mejor de los tintos posibles.

En las librerías, después de revisar, sin mayores empatías, la CORRESPONDENCIA de I. Berlin en la “Edison”, me llego a la más íntima “Libreria del Porcellino”, en el antiguo Mercato Centrale. Allí, todo empatía, me hago del PLATONE POLITICO, escrito por el más sabio de los estudiosos de la presocrática, Giorgio Colli, cuando apenas contaba veintisiete años. El otro libro que me seduce, es del seductor, y peligroso como todo seductor, Carl Schmitt. Su TEORIA DEL PARTISANO, en la edición italiana de Adelphi. El oracular pensador nazi-fascista nos recuerda, en una de sus inquietantes afirmaciones:

“La guerra de la enemistad absoluta no conoce límites. Encuentra sentido y legitimidad en la voluntad de llegar a las extremas consecuencias. La única cuestión es esta, existe un enemigo absoluto, pero, en concreto, ¿quién es?”

Para este extremado intérprete de Maquiavelo, difícil de entender, y mal entendido las más de las veces (sin alusiones personales), la oposición democrática es un residuo indeseable de formas superadas de gobierno. Una forma arcaica de organización que debe ser eliminada para dar paso, como legítimo Donoso Cortes en el XIX español, y han puesto en práctica dictadores de todo signo, a una forma totalitaria de organización social. El orden establecido debe ser un orden ejercido. Voilà. Schmitt es de los que cree que lo único bueno de la polis es la policía. Y no solo él.