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Diario de Alejandro Oliveros: Apología de los diarios (I)

Caracas, martes 17 de febrero de 2009

3.55pm

Almuerzo con los queridos amigos que conspiran para publicar mis diarios inéditos en tres gruesos volúmenes. Y no sólo eso, en el desvarío, procuran que sean publicados en lo que queda de año. Dios nos agarre confesados. Lo más grato de los diarios, más que la satisfacción de la pretendida megalomanía de sus autores, es la “posibilidad de recordar”. La expresión es de Julien Green, uno de los grandes diaristas del XX. Nadie, con la excepción del malogrado Funes, recuerda todo lo que vive. Sólo la arrogancia estimula a la gente a pensar que siempre van a recordar lo que hoy recuerdan. Desde ya olvidan que la memoria es apenas otro nombre para designar el olvido. Y la vida es no olvidar. Es el fundamento de la conciencia, la memoria. Al perderla, perdemos la conciencia, dejamos de estar conscientes de lo que somos y hemos sido. Como zombies lamentables andamos. Muertos ocupando un espacio que es para los vivos. Que son aquellos que recuerdan. O han hecho todo lo posible para no olvidar. Lo cual, como se sabe, es una tarea ingente. Perder la memoria es una fatalidad. De allí la necesidad de un arte de la memoria, en el cual incursionaron los ingenios del Renacimiento. Giulio Camillo, sólo fue el más grande. Pero lejos de ser el único, como cuenta la profesora Yates en su insoslayable THE ART OF MEMORY. Una vez interrogaron a W.H. Auden acerca de las asignaturas de un pensum ideal. En dos ponía especial énfasis, en el aprendizaje del hebreo (fueron los años de etapa “mística” del poeta) y en la mnemotecnia. Había que enseñar a los alumnos a recordar. Antes que nada, eso, recordar. ¿Qué tanto es lo que recordamos de lo que nos ocurrió, digamos, hace diez años, en 1999? Que fue un año estupendo para los vinos de Borgoña. Que pasé dos semanas de vacaciones en Toscana. Que Constanza cumplió con todos los requisitos para graduarse de médico y Jeff nos invitó a recibir el nuevo milenio en su casa de Jersey City y abrió un burdeos de 1900 para despedir el “novecento”. Que tuve un excelente grupo de alumnos en la Escuela de Letras de la UCV, con quienes hablé de Tennyson y Hopkins. Pero mucho más es lo que no recuerdo, cumpleaños, nacimientos, bodas, libros y películas, divorcios. Y pare de contar. No es fácil ni siempre gratificante el oficio de diarista. No obstante, la mejor de las recompensas, es tener la posibilidad de revisar el DIARIO 1999 y, aunque, no todo, ni lo más significativo, poder rememorar algunas de las jornadas vividas durante ese año en este paisaje inesperado.