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Diario de Alejandro Oliveros: Haydn

Valencia, domingo 25 de enero de 2009

Despierto desde muy temprano escuchando a Haydn, después de una noche demasiado corta y unos sueños demasiado inquietantes. Uno de sus adagios, en especial, un hermoso adagio para uno de sus cuartetos de cuerda. Desde hace un tiempo he sentido esta pieza como la expresión última de una armonía que, helas!, sólo he conocido en forma de ráfagas. Como esos chubascos de los llanos de Venezuela, que desaparecen con la misma violencia con la que han llegado. Y apenas si refrescan la sabana sedienta.

“La letra mata”, dice Thomas Hardy en una de sus novelas (“Jude”?, “The return of the Native”?), y me ha dado por recordar esa frase irrefutable ante la inminente aparición de este diario en Internet. La ambigüedad es uno de los atributos más arriesgados de la literatura. Una condición a la cual no puede aspirar la expresión científica, como le advertía Einstein a Heisenberg. Porque, con la ambigüedad, se le abre la ventana al malentendido. El cual solo puede ser de dos clases. El que es producto de la “mauvais foi”, como diría Jean Paul. Y el que es estimulado por el desconocimiento distraído del que nos lee. En ambos casos las consecuencias pueden ser devastadoras. Como lo sintieron los protagonistas de Hardy. Ahora regreso a mi adagio. Y tal vez, todo dependerá, a algunos conciertos para cello de Vivaldi. En algunos casos tan cerca de la armonía perfecta, pero siempre más sensual que mí amado Haydn.

11.35 pm

Toda la tarde y la noche con la familia del querido Orel sambrano. En medio del Kyrie de la Misa en Do menor, pienso en el absurdo de los asuntos humanos. Hoy te veo y hablo contigo de las bondades de los habanos Trinidad y mañana, como diría el buen Príncipe, no eres sino fiambre. O, como su pobre novia, Ofelia, ayer me amabas y hoy me dejas por el lejano sur de la traición. De allí el afán de posesión burguesa que se impuso desde la caída de la Bastilla. O todo o nada. En la expresión de unos de los personajes de mi novela invisible, todo para nada. Mejor la luz de una azalea que la incertidumbre de los jardines colgantes de Babilonia.

Orel fue un hombre querido por todos. Valencia, a una semana de su muerte de balas, acusa un incómodo sentimiento de culpa inconfesada. ¿Cómo permitimos que nos lo mataran? El incómodo sentimiento se generaliza. Nunca más la acrecentada Valencia del sur y la cada vez más inestable Valencia del norte, se reunirán ante una misma tumba. La de un hombre que fue querido por todos. Menos por uno, me dice Alba, su viuda y entrañable comadre.

La Misa en do menor K.427, es uno de los contados monumentos dignos de admiración desde la caída del Imperio. Su estructura, tan clásica, es lo más parecido, en términos de Vitruvio, al Panteón romano. En especial, en su apariencia nocturna, cuando las calles de Roma, que son las de Propercio y Byron, nos conducen a una revelación que es para siempre. La luz romana, de noche, no es distinta a Mozart en este Quoniam desesperado.

Valencia, lunes 26 de enero de 2009

4.15 pm

Regreso a escribir con una Montblanc color burdeos que, como he dicho en otras ocasiones, es un regalo del querido Jeff Sokolin en París, en el otoño de 1996, después de un almuerzo memorable en el restaurant de Robuchon. Al utilizar uno de estos instrumentos no resulta fácil imaginar cómo los alemanes perdieron la guerra. He decidido dar un descanso a las Aurora y Waterman y utilizar esta Montblanc y la bellísima Delta que me compró Constanza cuando cumplí sesenta el año pasado. De mis Montblanc hay dos que prefiero, esta clásica color vino, y la Bohème, a la cual me he referido varias veces en estos cuadernos, y que poseo desde el invierno de 2002 en Toulouse. También de la “cité rosé” es este pequeño volumen que se me apareció buscando otra cosa: “Journal de Westerwede et de Paris 1902” Una colección de anotaciones en forma de diario escritas por Rilke a lo largo de ese lejano año. Se trata del Rilke pre-Malte, casado con Clara Westhoff y amigo de la bella y temprana Paula Becker. La que traduzco es la entrada correspondiente al 21 de noviembre de 1902:

Cumpleaños de Clara. He preparado una pequeña mesa con fotografías
de la Victoria de Samotracia y la Gioconda. Antes que nada, rosas,
rosas rojas. Una torta. El segundo tomo de “La vida artística” de
Geffroy con los tres grabados a punta seca de Rodin. Tres desnudos
cuya alianza, tranquila y dolorosa, tiene algo de inolvidable. La
asociación y composición de estas líneas, delicadas y ligeras, con-
servan siempre la misma profundidad y grandeza, la misma necesidad.
Primero escribí unos versos: 1. “La vida del maestro avanza tan aleja-
da” y 2. “El sendero del maestro es sombrío, como si se perdiera al
comienzo de tiempos lejanos”. Fui al Instituto de anatomía. Después
busqué a Clara y caminamos hasta Bon Marché. Pero, antes, en su ta-
ller, vi un hermoso desnudo femenino, una mujer completamente estirada
abrazando a su hijo: “Mujer abrazando a su hijo y a la tierra.”

Días de vino y rosas para un matrimonio que nunca cuajó. No se Clara, pero Rilke nunca volvió a casar. Aunque no le faltaron las amantes. Lou-Andreas y Madame Klossowski, la madre de Balthus y de Pierre, son sólo dos que recuerdo en este momento.

Rilke fue un Habitué de Montparnasse, el barrio parisino que prefiero. En mi novela fantasma describo el recorrido de uno de los personajes por estas calles. En muchas oportunidades he llegado al “Aiglon, un grato hotel en Boulevard Montparnasse, a medio camino de “La closserie des lilas” y “Le Dôme”. La última vez que estuve allí fue en diciembre de 2006. A través de una pequeña ventana trasera de mi habitación se podía ver el cementerio que ha acogido, entre otros a “mon semblable, mon frêre Baudelaire” y al inefable Jean Paul. En esa oportunidad visité al amigo Robert Vifian en su restaurant “Tan Dinh”. Y, después de una caminata por Saint-Germain y unos alucinantes “pastisses” en el “Cafe des Flores”, terminé devorando un choucroute en “La Coupole”, decorado con grandes fotografías de Yves Klein, a propósito de la retrospectiva en el Pompidou. Al final, me entregué a la noche de invierno que, a pesar del frío, era cálida y transparente.